Un hombre de cuerpo pequeño y brazos muy largos monta una bicicleta antigua, de esas con una rueda mucho más grande que la otra. Las piernas, delgadas como un saltamontes y enfundadas en pantalones celestes, rematan en zapatos marrones con punta cuadrada que apenas alcanzan los pedales. Se está por caer, y para mantener el equilibrio extiende el brazo izquierdo lo más que puede, mientras con el derecho se sostiene el sombrero de copa. Está incómodo, pero sonríe. Me observa con ojos redondos, abiertos como ventanas.

Un par de cuadras más allá, dos chicos se miran entre sí. Sólo les veo las caras, pero es suficiente para saber que el de labios gruesos y nariz ancha está triste, y el otro, el de rastras anaranjadas, lo intenta consolar. No muy lejos, una tortuga marina de escamas azules, con manos de aleta más grandes que un colectivo, asoma desde un redondel enorme abierto en un muro alto de cemento. Está a punto de aterrizar sobre las baldosas y salpicar megalitros de agua salada, pero la gente que pasa caminando la mira sin inmutarse. Y hay muchos más, cada vez más.

No hay día que salga a caminar por las calles de Buenos Aires en que no descubra un nuevo integrante de esa fauna pintada en la clandestinidad de la noche. De algunos me voy haciendo amigo, a veces siento que ellos también me reconocen. Un día empiezo a sospechar que hablan entre sí, que entre ellos existe una red de comunicación, y que no sólo conversan porque están solos, sino porque su fragilidad los aterra. Y no los culpo, del mismo modo en que los veo aparecer día a día, también los veo perimir ante la demolición de un muro o bajo el rodillo limpiador de un propietario que quiere recuperar su fachada.

Criado en la Patagonia y luego de vivir dos décadas en el extranjero, hace poco me he mudado a Buenos Aires y estos personajes pintados me conectan de algún modo con mi nuevo entorno, me ayudan a convertir la ciudad ajena en propia. Esa, por supuesto, no es la única conexión. También están los expatriados. Mi familia es extranjera: esposa estadounidense, hijos que después de tres años en Sevilla hablan con acento andaluz, a mí incluso los taxistas me preguntan si soy español o de algún otro país latinoamericano, uno se arriesga a adivinar que soy húngaro. Esa marca nos conecta con otros extranjeros que, de una manera no menos azarosa que los personajes pintados, van apareciendo en Buenos Aires. Ellos también tejen redes, se buscan y se encuentran, se ayudan entre sí. Son conscientes de que el destierro implica aislamiento y también fragilidad: a la misma tasa en que desaparecen los murales, los extranjeros que no encuentran la manera de sobrevivir en Buenos Aires se marchan para siempre.

Entre los que se quedan (que son miles) está Madi, una chica estadounidense que encuentra en una familia porteña un amor del que no tenía registro. La familia vive en la Ciudad Oculta y, aunque alguien la escolta al entrar y salir de la villa, cada vez que va a pasar la tarde con ellos, Madi no siente miedo alguno. Está Henry, un inglés alto y orejudo, cuyos ahorros como abogado en Londres van menguando mientras la novela que escribe llega a las mil páginas. También está Sorcha, una arquitecta irlandesa que, coincidentemente, organiza tours de arte urbano para turistas del hemisferio norte fascinados con la explosión del street art porteño. Y hay muchos más.

En cenas y reuniones sociales, es común que sea el único argentino entre decenas de extranjeros que no hacen otra cosa que hablar de los argentinos. Ese abuelo que espera al nieto a la salida del colegio, ese amigo que camina con la mano en el hombro del otro, esa mujer desconocida que te cuenta en el colectivo los detalles más íntimos de su vida. Los extranjeros descubren en Buenos Aires una humanidad que en otros sitios parece perdida. Y de su amor desprejuiciado por la ciudad, aprendo una nueva manera de mirar a mis compatriotas, a mí mismo.

Al bosquejar Perdidas en la noche, el arte urbano y los extranjeros se colaron de inmediato, como si hubieran estado haciendo cola para entrar. Pero antes, por supuesto, aparece Luciano Capra, el narrador. Es un tipo cercano a mí: traductor, padre, extranjero fuera y dentro de su país… Después asoma Willow, la chica californiana que viene a pintar murales a Barracas y desaparece después de unas semanas. Rose, la madre que viene a buscarla en una ciudad que le resulta indescifrable. Anabelle, la hija de Luciano con un pasado trágico en Virginia, sitio del que nunca se ha alejado. Como esta novela es más realista que la anterior (Bestias afuera), tengo que documentarme. Entrevisto a decenas de personas ―extranjeros, muralistas y grafiteros―, visito el Centro Cultural del Borda, entro en una morgue, recorro incansablemente el barrio de Barracas.

Avanzo, parafraseando a otro escritor, como un auto en una ruta oscura donde sólo se ve lo que iluminan los focos. Pasan meses, en algunos escribo más que otros, hasta que de golpe amanece sobre la ruta, sobre la novela, y esa luz me muestra que Willow y Anabelle son personajes espectrales. Una, a punto de quedar ciega, camina atormentada hacia la oscuridad futura. Otra regresa hacia la oscuridad de su pasado, del asesinato de su madre del que se salvó de milagro. Dos mariposas nocturnas que pelean por encontrar luz en la mitad de una larga noche. Con ellas empieza Perdidas en la noche, y con ellas termina.