Y eso que todo indicaba que el Barcelona recibiría un funeral con honores. «Dicen que la muerte es lo que te mata. Pero no. Lo que te mata es la indiferencia». Irvine Welsh, al que le encanta la cita de otro proscrito como Iggy Pop, bien pudo haber escrito el guión. Los azulgrana llevaron al límite de la cordura al PSG, incapaz de sobrevivir en la agonía. Por mucho que llegara al minuto 87 con el Barça a tres goles de firmar la remontada. Atrapado en el cadalso por Neymar, nadie lo pudo ya sacar de ahí.
Terror. Deja de ser una palabra más hasta que te agujerea la traquea. Hasta que paraliza todos tus músculos y nubla la cordura. Lo sintió Marquinhos al ver cómo Iniesta se le acercaba por detrás para hundirlo en la miseria. Lo descubrió Trapp en el primer momento en que echó un vistazo a la grada de un Camp Nou en llamas. Lo interiorizó Unai Emery, desesperado, y lo canalizó al resto de su equipo, cuando pensó que la única manera de defender el 4-0 de la ida sería haciendo guardia en la puerta del matadero. Sin rastro alguno de la valentía que se le presuponía tras su partido en el Parque de los Príncipes. Perdiendo tiempo hasta en el descanso, como si el vestuario fuera la única guarida posible. Entregado el entrenador a su suerte y al ímpetu de un Barcelona que recordará este partido ya por siempre.
Si algo sabe transmitir Luis Enrique es competitividad extrema. De ahí que afrontara con tanto gusto semejante reto. Ningún equipo en la historia de las competiciones europeas había logrado nunca levantar un 4-0. Pero el técnico del Barcelona, mentón de acero, sólo necesita que le muestren un imposible para embestir como un toro. Johan Cruyff fue un bendito loco al sepultar a los cobardes y corromper las leyes del fútbol con la defensa del tres. El 3-4-3, despreciado por tantos, un esquema propio de a quien le importa un comino el censor de turno, recuperó el ansia por ganar de Luis Enrique. Los futbolistas, sin laterales en el grupo inicial, creyeron en el nuevo credo. Un plan ensayado en los últimos partidos de Liga para que pudiera convertirse en un tormento para el PSG en un encuentro que marcará sus carreras.
Un gol a los tres minutos
El inicio fue el soñado. Ni siquiera se habían alcanzado los tres minutos y Suárez ya había avanzado de cabeza al Barcelona. La tecnología, menospreciada en España, concedió el tanto. Cavani, el hombre más avanzado del PSG, era el primer defensa de los suyos. A sólo 30 metros de su propia portería. A Los azulgrana les sobraba con tirar de orgullo e impedir que los franceses enhebraran más de dos pases. Ninguna noticia hubo de los de Emery más allá de ese penalti que Draxler reclamó después de que la pelota golpeara en el brazo de Mascherano.
El PSG sólo se preocupaba en sostenerse como un espantapájaros, y vio cómo Iniesta, pese a estar limitado físicamente, robó a Marquinhos en la línea de fondo antes de dibujar un taconazo. Trapp volvió a errar y Kurzawa abría de par en par la puerta a la remontada con un 2-0 antes del descanso.
Unai Emery, que eternizó el regreso de sus jornaleros al campo para afrontar la reanudación, vio que el descenso a los infiernos era un hecho. Sobre todo, después de que Meunier, quien más sufrió sobre el césped ante un Neymar portentoso, arrollara al brasileño en el área. Messi, minimizado por la medular gala durante toda la noche, tiró el penalti con rabia. Porque era el 3-0 con 43 minutos por delante. Porque un gol más otorgaría la prórroga. Porque no hay nada como luchar por un sueño. Aunque Cavani, después de golpear en el palo, quisiera despertara al Barcelona.
Neymar nunca quiso caer hacia arriba. Hizo un elogio del libre directo. Coloreó un penalti a Suárez. Y Sergi Roberto nos recordó que en el fútbol, como en la vida, no hay nada que pueda con la fe.
Fuente:http://www.elmundo.es/deportes/futbol/2017/03/08/58c07bd322601da60b8b45b2.html
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