El Papa construyó su agenda exterior con un discurso ecuménico que coincidía con la perspectiva global de Barack Obama, Ángela Merkel y Xi Jinping. Agazapado en el Kremlin, con su mejor maquillaje, Vladimir Putin escuchaba a Francisco mientras apostaba al triunfo de Donald Trump. En esa primavera geopolítica, Estados Unidos y Cuba reanudaron relaciones, Colombia y las FARC avanzaron en un acuerdo de paz, Irán congeló su programa nuclear, Venezuela aceptó negociar con la oposición y el diálogo interreligioso se transformó en un valor global. El Papa fue protagonista esencial de esta hoja de ruta que Trump aborrece y pretende convertir en papel mojado cuando asuma en Washington. el próximo 20 de enero.
El Presidente electo de los Estados Unidos confunde –a propósito- los conceptos de fundamentalismo e islamismo. Para Trump, es lo mismo un musulmán que un terrorista de ISIS, y pretende ejecutar una agenda de seguridad de mundial que borre las diferencias entre el Corán y la intención mesiánica de exhumar un extenso Califato que ya pertenece a la historia. Aunque parezca una apelación estrafalaria en pleno siglo XXI, el millonario republicano se muestra inclinado a exhumar al macartismo y transformarlo en una táctica global frente al terrorismo.
La sociedad moderna cede espacios de libertad ante la avanzada de ISIS, Al Qaeda y demás facciones fundamentalistas. Pero esa cesión no debería implicar retroceder 60 años en la historia de la humanidad. A Trump no le importa regresar a la época de las listas negras, y esta posición hace crujir los conceptos básicos del diálogo interreligioso que se apoya desde el Vaticano. Si el sucesor de Obama tira de la cuerda, y no hay réplica adecuada, ingresaremos en un escenario dialéctico que potenciará una espiral de violencia en las principales capitales del mundo.
Pero el Papa debería actuar con cautela. Trump no pesa sus palabras y está en las antípodas del discurso que se escribe en Santa Marta. Además, Francisco ya no tiene a sus antiguos aliados en la arena internacional, y los que quedan tienen una compleja agenda a resolver en los próximos meses: Merkel intentará obtener su cuarto mandato y Jinping tratará de atenuar los ataques nacionalistas que se ejecutarán desde la Casa Blanca.
Putin es un jugador clave, y ya decidió su estrategia global. Aprovechó el vacío de poder que dejó Obama, se quedó con Crimea, ya controla Siria junto a Irán, y apuesta a un joystick compartido con Trump, en una obvia intención de recortar la influencia de China, minimizar a la Unión Europea y reciclar el concepto de mundo bipolar, donde Rusia y los Estados Unidos marcan el paso al resto del planeta.
Es una paradoja de la historia, y no queda otra alternativa que usarla. El Papa, desde un Estado confesional, deberá balancear con su influencia mundial el ejercicio de poder que se pretenderá ejecutar desde Washington y Moscú. Francisco influye en millones de personas y su prestigio global está intacto. Pero sus movimientos no pueden ser leídos como una réplica religiosa a una entente construida por Trump y Putin, que apalancados en el terrorismo fundamentalista ofrecen una solución maliciosa a una plaga que asusta en los cinco continentes.
Es puro ajedrez mundial. Un líder espiritual, acompañado por su prestigio ecuménico, tendrá la difícil tarea de contener al futuro presidente de los Estados Unidos, que pretende manejar la agenda global como una lógica de suma cero.
No esperen milagros: habrá sangre, sudor y lágrimas.
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