zo a su manera. Prefirió callar y rezar. Después de recorrer los 66 kilómetros que separan a Cracovia de esta pequeña ciudad donde los nazis construyeron una verdadera fábrica de muerte, a pie, con rostro adusto, como sus dos antecesores, pasó debajo del tristemente célebre arco con la infame leyenda «Arbeit macht frei» («El trabajo hace libres»), la entrada del campo. El reloj marcaba las 9.15 (hora local) de un día de sol, caluroso. Al desplazarse en un auto eléctrico, acompañado por el director del museo, se detuvo enseguida en una larga oración silenciosa y personal en la denominada Plaza del Apelo, el lugar de ejecución de los prisioneros. Es uno de los lugares más conmovedores del campo, donde el franciscano San Maximiliano Kolbe ofreció su vida en lugar de otra persona ya condenada a muerte.
Luego se trasladó al denominado «muro de la muerte». Allí, en un período de dos años, entre 1941 y 1943, los oficiales de las SS mataron a miles de personas de un tiro en la cabeza. Si bien en 1943 el muro fue desmantelado -cuando las ejecuciones fueron trasladadas al crematorio del adyacente campo de Birkenau-, en 1946 ex prisioneros, junto a personal del naciente memorial -hoy Patrimonio de la Humanidad de la Unesco- reconstruyeron el muro.
Recibido luego delante del Bloque 11 -uno de los escuálidos edificios de ladrillo del campo-, por la primera ministra polaca, Beata Szydlo, saludó, uno por uno, a 12 sobrevivientes. La mayor del grupo era Helena Dunic Niwinska, de 101 años. Nacida en Lviv, en octubre de 1943, a los 26 años Helena fue llevada junto con su madre al campo, donde quedó marcada con el número 64118. Como era violinista, se volvió miembro de la orquesta que allí tocaba. Su madre murió dos meses más tarde.
En imágenes conmovedoras, como las que había habido en el Museo del Holocausto de Jerusalén, en mayo de 2014, o en la Sinagoga de Roma, en enero pasado, el Papa tuvo gestos de consuelo: hubo abrazos, miradas profundas y apretones de manos con supervivientes agradecidos. El último de ellos, Peter Rauch, alemán que fue deportado junto con toda su familia a los 4 años -número Z-3531-, le entregó una vela, con la que el Pontífice prendió una lámpara que dejó como regalo al museo. En ese momento, una vez más, oró en silencio.
Visitó después la celda del hambre, porque el hambre fue una de las formas de pena de muerte de Auschwitz, usada sobre todo en el primer período de funcionamiento de esta industria de muerte. Una muerte terrible, lenta, como la que padeció el sacerdote polaco franciscano Maximiliano Kolbe, que ofreció morir en lugar de un padre de familia. En la celda del martirio, en el piso inferior, sentado en una silla, otra vez en un silencio que era como un grito, Francisco rezó varios minutos. Firmó luego el libro de honor del museo, donde escribió en español: «¡Señor, ten piedad por tu pueblo! ¡Señor, perdón por tanta crueldad!».
Después, como se preveía, se trasladó en auto al cercano campo de Birkenau -también llamado Auschwitz II-, el destino final de los trenes repletos de prisioneros deportados y el lugar de la selección. Allí los nazis construyeron la mayor parte de las plantas de exterminio: cuatro crematorios con cámaras de gas, dos cámaras de gas y unas 300 barracas de madera y ladrillos para alojar a los detenidos.
Tras pasar al lado de las tétricas vías de tren que llevaban a la muerte, llegó al Monumento a las Víctimas de las Naciones. Con gesto serio, tocando su cruz pectoral con la mano, observó, recogido, las 23 lápidas conmemorativas, en las lenguas de las víctimas de diversas naciones. Ante unos mil invitados, muchos de ellos sobrevivientes, el Papa otra vez oró en silencio.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1923095-francisco-homenajeo-en-silencio-a-las-victimas-de-auschwitz
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