BRASILIA — El ajetreo comercial en Posto da Torre comienza al amanecer con los repartidores en moto y los taxistas que vienen a llenar los tanques con combustible y los estómagos con hojaldre caliente y pan de queso.
Después, llegan los servidores públicos en busca de gasolina para sus autos lujosos, los recién graduados de la universidad compran cigarros y los pordioseros ajados por el sol piden monedas para su próxima cerveza.
Posto da Torre, una parada de servicio en el corazón de la capital brasileña, no es diferente del resto de las innumerables gasolineras de 24 horas que se encuentran por todas las ciudades y carreteras del país.
Pero detrás de la hilera de fachadas en la gasolinera, existía un negocio ilegal de transferencia de fondos que dirigían su propietario, Carlos Habib Chater, y su socio, Alberto Yousseff, quien fue descubierto por algunos oficiales durante una investigación de drogas en 2013.
En los meses siguientes, Yousseff, animado por la promesa de un acuerdo con las autoridades, compartió detalles sobre su papel como agente financiero que ayudaba a desviar miles de millones de dólares provenientes de la compañía petrolera estatal de Brasil, Petrobras, y de sobornos de las compañías constructoras para algunos de los políticos más poderosos del país.
Trabajadores exigieron la renuncia del ministro anticorrupción de Brasil, Fabiano Silveira, quien dimitió el 30 de mayo después de que una grabación parecía mostrar que había intentado obstaculizar una investigación por corrupción. Credit Eraldo Peres/Associated Press
El escándalo, conocido como Operação Lava Jato u Operación Autolavado, ha llevado al arresto de más de 150 magnates y funcionarios electos, y sumergió a la élite brasileña en una crisis que aún no termina. (Lava Jato es un nombre poco apropiado; lo más parecido que Posto da Torre tiene con un lavado de autos es una lavandería).
En las próximas semanas se espera que el Senado de Brasil someta a juicio a la presidenta Dilma Rousseff por haber manipulado el presupuesto federal para apoyar su campaña de reelección en 2014. Aunque los crímenes que le imputan no están directamente relacionados con Lava Jato, su caída ha alimentado el enojo público ante las revelaciones de corrupción rampante relacionadas con este escándalo.
Aquí, en Posto da Torre, nombrado así por una antena de televisión cercana que ofrece una vista panorámica de la capital, la mayoría de los clientes parece no saber nada acerca del pasado infame de esta estación de servicio.
Muy pocos, sin embargo, han escapado de las carencias de una recesión económica que ha dejado a 11 millones de brasileños desempleados y a otros millones luchando por sobrevivir.
El precio elevado de la gasolina, los altos impuestos y la creciente inflación han llevado a muchos brasileños de la clase trabajadora al borde de la pobreza. La corrupción y la onerosa burocracia frustran las aspiraciones de los jóvenes emprendedores.
El lugar donde nació un escándalo nacional es también un escenario en el que las crueldades de la crisis económica de Brasil y la parálisis política se viven en su máxima expresión.
Pensemos en Tânia Araújo Ribeiro, de 32 años, quien sirve jugo de caña de azúcar y crepas de harina de mandioca en la cafetería de la gasolinera. Hasta el año pasado, Ribeiro y su esposo, Gleiciano, de 32 años, eran nuevos miembros de la clase media brasileña: compraron su primer auto, tomaban vacaciones frecuentes y no lo pensaban dos veces antes de salir a cenar.
Todo esto cambió después de que Gleiciano perdiera su trabajo en la construcción. Ahora la pareja duda antes de comprar carne y pospusieron sus planes de tener un segundo hijo. “Me da mucho miedo”, explicó Tânia hace unos días. “No puedo tener otro hijo si no tengo cómo alimentarlos”.
Como muchos de los oficiales de policía, jardineros y barrenderos que ayudan a mantener esta capital modernista, una creación utópica del arquitecto Oscar Niemeyer, los Ribeiro viven en una ciudad satélite a 40 minutos en autobús. Sin planeación y plagadas de infraestructura pobre y crimen, estas ciudades son el hogar de más de dos millones de migrantes que llegaron en masa a la región en las décadas de los años sesenta y setenta en busca de trabajo, pero no pudieron pagar los abrumadores precios de alojamiento de la ciudad.
Bajo el mandato de Rousseff y su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, la economía brasileña creció con rapidez, impulsada por la demanda mundial de productos como semilla de soya y mineral de hierro, lo que catapultó a millones de brasileños pobres a la clase media. Pero la desaceleración del crecimiento en China impulsó el final abrupto de los buenos tiempos, aunque los expertos opinan que las políticas económicas fallidas de Rousseff agravaron la miseria.
Los últimos dos años de recesión y escándalo han dejado a los brasileños como Tânia Ribeiro molestos y resentidos. “Pagamos muchísimos impuestos y prácticamente todo se va a la basura”, exclamó. “No nos dan nada y todo se va a sus bolsillos”.
Afuera de la gasolinera, Fábio Rodrigues Lima, de 32 años, llenaba el tanque de su motocicleta.Cuando supo del despreciable papel de Posto da Torre en el escándalo, reaccionó con indignación y después se enfureció por la corrupción diaria que complica la vida en Brasil. Fabio es un migrante del estado ribereño de Bahía que solía trabajar en un restaurante exclusivo aquí, pero dejó de hacerlo cuando los propietarios se rehusaron a darle su parte del 10 por ciento del servicio que cobraban en las comidas. Tiene un hijo de 7 años, así que hace entregas para una cadena de farmacias con una motocicleta que le pidió prestada a su madre.
“Lo que no puedo soportar y lo que nadie más puede soportar es toda esta corrupción”, declaró. “Cuando veo a los políticos, me siento indignado”.
Los empleados de Posto da Torre han recibido instrucciones de no hablar con los medios de comunicación sobre el escándalo, pero varios aprovecharon la oportunidad para contar lo que sabían. Claudenice Cristiana Rodrigues, de 37 años, encargada de la lavandería en la estación de servicio, cría a cuatro hijas con los 700 dólares que gana al mes. “Entre las lavanderías, esta ofrece el mejor salario”, declaró.
Sin embargo, el alza de precios la ha obligado a recortar gastos no esenciales como la televisión por cable y el internet en casa que sus hijas usaban para las tareas escolares. Puesto que nunca terminó la preparatoria, sueña con continuar su educación y quizá algún día comprar una motocicleta.
Pero a pesar de las dificultades, Rodrigues es una rareza entre los brasileños: está entre el 11 por ciento que sigue apoyando a Rousseff, la presidenta suspendida. “Dilma cometió muchos errores, pero yo no quería ver que la suspendieran de su cargo”, afirmó.
Rodrigues es una migrante de Maranhão, un estado empobrecido al noreste de Brasil. Ella y su familia fueron beneficiarios de algunos programas gubernamentales que distribuyeron tierras gratis, como parte de un esfuerzo para animar a las personas a mudarse a lo que entonces era una imponente extensión de sabana. La melancolía la consume al recordar la primera noche que acampó en su terreno: durmió bajo las estrellas. “Éramos solo nosotros y el cielo”, contó.
En las manos correctas, el gobierno puede ser una fuerza para bien, afirmó, y nombró a varios parientes que recibieron casa y otros beneficios durante los gobiernos de Da Silva y Rousseff, ambos del Partido de los Trabajadores. “Si las elecciones fueran mañana, votaría por Lula”, aseveró.
Tânia Ribeiro, la empleada de la cafetería, no fue tan optimista. Según ella, los políticos brasileños están interesados principalmente en llenarse los bolsillos.
“Podríamos tener más equidad si los políticos quisieran”, declaró. “Espero que las cosas mejoren, pero no tengo muchas esperanzas. Incluso cuando gente buena llega al poder, el dinero los corrompe y terminan por olvidar al pueblo brasileño”.
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