«Desde niño pintaba como Rafael, pero me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño«
Pablo Picasso
En 1583, William Lee, harto de ver a su madre y hermana sentadas tejiendo gorros de lana durante todo el día, desertó de su carrera clerical para dedicarse a construir una máquina tejedora automática con muchas agujas en lugar de las dos manuales, que evitara que las mujeres inglesas, dedicadas en gran parte a ello, pudieran escabullirse de tan rutinaria tarea. Finalmente en 1589 cuando la máquina estuvo terminada viajó a Londres y logró una audiencia con la reina Isabel I (1558-1603) para mostrarle su revolucionario invento. Cuando la reina vio la innovación de Lee quedó estupefacta, pero pudo carraspear: “Apuntáis alto, maestro Lee. Pensad qué podría hacer esta invención a mis súbditos, sería su ruina al privarles de empleo y convertirlos en mendigos”. Lo cierto es que la monarca, que había decretado recientemente que cada persona tenía obligadamente que vestir un gorro de lana sobre su cabeza, estaba asustada por lo que un invento revolucionario, por más beneficioso que fuese, pudiera significar a su persona. Lee, con su máquina, podría desencadenar descontento social que haría tambalear el poder de la monarquía. Y así, Isabel, con sus miedos y ansias de conservar sus propios privilegios detuvo el avance de la tecnología que, más adelante, se demostró muy provechosa. Pero el tiempo pasado estaba perdido y varias generaciones posteriores siguieron sometidos a la pobreza por obra y gracia de los avances coartados por la reina.
El sociólogo alemán Werner Sombart popularizó un concepto, que es una premisa y un axioma, un hecho intrínseco del sistema económico en el que vivimos. Lo llamó destrucción creativa. La fuerza destructora de la innovación es el terreno fértil desde donde nace lo nuevo, el avance; no se puede crear sin destruir primeramente lo viejo. Existen ejemplos por doquier; la muerte, con sus dolores y penas, es, en palabras de Steve Jobs, el mejor invento de la vida; elimina lo viejo para dar paso a lo nuevo. Picasso no creó el revolucionario cubismo sino hasta que destruyó todo lo que había aprendido, como lo ejemplifica su frase que encabeza este artículo, sus insurrectas obras cubistas se cotizan por encima de cualquier movimiento artístico anterior, de hecho el año pasado su pintura Les femmes d’Alger rompió el record al venderse por 179 millones de dólares. Cuando Ford creó su primer auto, a su abogado, Horace Rackham, le aconsejaron no invertir en la empresa porque “el caballo llegó para quedarse”. Y la lista sigue. Hay que destruir para crear, la pasión por la destrucción es una pasión creadora, palabras de Mijaíl Bakunin. Detener la destrucción por miedo a perder puede significar dos únicas cosas: perder aún más a futuro y el atraso. Los líderes dispuestos a conservar sus privilegios a costas de contener el progreso de la creación deberían reflexionar sobre el daño tremendo que están provocando.
Unos días atrás, una huelga del irritante e irritable sindicalista Hugo Moyano paralizó las puertas del Banco Central. El lema era tal vez válido en 1980, pero absolutamente absurdo en los tiempos que corren. Querían que el Banco Central suspendiera una resolución que autorizaba a los bancos a no enviar resúmenes necesariamente en papel, y hacerlo digitalmente, lo que haría todo mucho más eficiente para todos, pero no beneficiaría a quienes transportan cartas. Según la lógica de Moyano tendríamos que iluminar de nuevo las calles con velas, para que los faroleros tengan trabajo. El caso ejemplifica y metaforiza el detenimiento arbitrario del avance tecnológico, político, económico, social, etcétera, en el país, una situación que está refrenando la superación de los gravísimos problemas (guardados bajo la alfombra) de atraso que enfrentamos con respecto al mundo y que propician la floración de la pobreza que parece consumir al país poco a poco.
Las mejoras educativas detenidas por los sindicatos retrógrados, los avances políticos detenidos por el hambre de poder, las mejores burocráticas desesperadamente necesarias, resistidas por la misma maquinaria inmovilizada en el siglo pasado. Y nada se salva, todo suspendido por el miedo a perder; el beneficiado miedoso de perder el beneficio, el perjudicado maniatado por falta de herramientas o síndrome de la impotencia, el indiferente porque no es una tarea suficientemente hedonista. Infinito retraso.
En Mendoza, es particularmente notable en la agricultura. Un sector que antaño ha empujado al país a salir del pozo de las irresponsabilidades y lo sigue intentado a duras penas actualmente, agonizante. El capricho de la nación y las provincias de asentarse únicamente en el respaldo eterno del sector agropecuario (¡y ahogarlo!, cual suicidas) ha truncado el paso a la innovación tecnológica, a la destrucción creadora, y la pobreza aumenta al ritmo del retardo. Y un sector que hace 50 años representaba un 30% de la economía mundial, representa hoy un triste 3%. Mientras los servicios simbolizan el 70%, y la industria un 27%, aproximadamente. Y ya sé que, como me hicieron notar recientemente; “tenemos que seguir comiendo”, pero no es lo mismo ser la heladera del mundo cuando el 90% de la actividad se destina a la comida como en el siglo XI, que cuando se destina el 3%, como ahora. Porque, ciertamente, ya no sólo vivimos para comer, queremos ir al cine, ver televisión o estar a la moda, y de paso, cuando comemos queremos que sean, por ejemplo, las papitas Lay’s, exquisitas, sabrosas, recién sacadas de la góndola del supermercado, no la papa en bolsa de arpillera de la verdulería. Duro pero real.
Necesitamos arriesgarnos a sacrificar el gran ingreso del agro, tal vez el único que mantiene al país aún de pié, pero indignamente, como un borracho tambaleante, para crear las bases de la economía del futuro, la economía del conocimiento. Porque mientras los mejores granos de café colombiano simbolizan un penoso 1% de la rentabilidad de una taza de café vendida en Starbucks para el productor de la materia prima, el restante 99% se distribuye entre publicistas, especialistas en marketing, servicios, en fin, valor agregado, y ninguno trabaja esforzadamente la tierra. Porque mientras las mejores camisas Ralph Lauren se producen con la excelente materia prima de Perú, significan un pobre 3% para el productor de lana. Y de la misma forma, los duraznos, la uva, la ciruela, etcétera, que se producen en Mendoza valen para el productor chirolas (y a veces números rojos) en comparación con el valor agregado que compramos en el supermercado.
Por lo tanto, una economía sentada sobre la materia prima en el mundo no ya del futuro sino del presente, está condenada al fracaso, y a su consecuencia, la indigencia. El verdadero mercado, la riqueza, está en la tecnología, la marca, la publicidad, la ciencia, el valor agregado, no ya en la tierra, ni siquiera el petróleo es garantía de prosperidad con los precios cayendo estrepitosamente, no podemos esperar que lo sea el durazno o el damasco, por doloroso que sea aceptarlo.
Teniendo en cuenta que una empresa, Google, que no produce más que algoritmos, aplicaciones para celulares y publicidad en internet, nacida hace sólo 15 años, vale tanto como casi toda la economía Argentina, un gigantesco país nacido hace 200 años, estamos hablando de serios problemas, muy serios.
Ha llegado el momento para Argentina, y para Mendoza desesperadamente, de destruir, de transformar por completo el enfoque, para dar paso a la creación del futuro. Ninguno de nosotros debería permitir que la innovación, el progreso y la mejoría sean paralizados por el hambre de conservación de privilegios, aunque sea sacrificado y doloroso. El otro camino (“de rosas” o “social-sindicalista-mafioso”) ya muestra sus espinas: la miseria. La elección es nuestra.
Mariano Gimenez
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