San Rafael, Mendoza martes 16 de abril de 2024

Política extrema: un viaje a la montaña de los votos perdidos

elecciones-2015-2078433h430Las increíbles peripecias para que una urna llegue a un pueblo casi aislado del norte salteño.

Un paso en falso es letal. A 3200 metros de altura, avanzamos en fila india por una senda de cornisa de 45 centímetros de ancho que serpentea sobre el precipicio. Somos puntos en la inmensidad de los cerros gigantescos. El burro frena. Lleva seis horas subiendo la urna sobre el lomo y no planea dar un paso más. Justo ahí, entre la pared de piedra y el abismo, donde nadie quiere quedarse parado.

«¡Chuuuuu, burro!», le grita Moisés Alancay, el baquiano, y le tira desde el final de la hilera una piedra que le rebota cerca de una pata. El burro retoma la marcha. Moisés, con 20 años, es la autoridad, «el urnero», el único que sabe el camino y el responsable de que la urna llegue a destino, a tiempo. A cambio, el Correo le va a pagar 400 pesos. La urna es lo más importante, casi lo único que importa en esta expedición. Viaja en una bolsa de plástico celeste, atada al burro con tres vueltas de soga y custodiada, además, por dos gendarmes que cargan en sus cinturones pistolas y esposas, aunque ninguno de los peligros que acechan en la soledad de estas montañas pueda resolverse con tiros.

Hay que llegar rápido a Chiyayoc, antes de que caiga la noche y haga mucho frío (en esta zona de los cerros salteños de día puede hacer más de 30 grados y temperaturas bajo cero de noche).

En Chiyayoc está la escuela N° 4345, la meca de esta procesión patriótica. No exageró para nada el Ministerio de Educación cuando la catalogó de «inhóspita».

La fila marcha lento y los picos parecen multiplicarse en una sucesión infinita. «Unita más», se sonríe Moisés, pero las subidas no terminan nunca. Él habla poco y camina con pasos cortos. Se crió en estos cerros, pero ahora vive en «la ciudad», Iruya, donde estudia para ser maestro especializado en lenguas originarias. No hay una nube y el silencio es casi total; sólo se escucha a lo lejos el murmullo del río que quedó cientos de metros más abajo. Da vértigo asomarse a buscarlo.

Siete horas y media de marcha por la precordillera salteña, siguiendo un camino de huellas que por momentos apenas se adivinan, con antecedentes de despeñamientos letales. Una gesta con un único objetivo: acercarles la urna a los 67 empadronados de Chiyayoc, de los que finalmente votarán 32.

Organizado por el Correo Argentino y custodiado por Gendarmería Nacional, el operativo electoral que tiene a Iruya como sede de operaciones es el que llega a las escuelas más recónditas del país.

Y la odisea no termina con el viaje de la urna. Muchos lugareños viven aún más lejos y caminan horas para votar. Es que Chiyayoc no es un pueblo, ni siquiera un caserío. Es una escuela enclavada en lo alto de un cerro sin nombre, con una iglesia algunos metros más arriba y una cancha de fútbol sin pasto todavía más allá, donde falta el aire y el corazón late tan rápido que es increíble que alguien pueda pensar en correr. Todo rodeado por un manojo de casitas de adobe que, mimetizadas con la montaña, son invisibles en un primer golpe de vista.

Los habitantes de Chiyayoc no tienen luz, agua corriente ni Internet, pero lo que más les preocupa es que no tienen camino. «La principal causa de muerte es el despeñamiento», dirá Leopoldo Salas, «el director» -y también el maestro- de la escuela, que tiene 24 alumnos de entre 4 y 16 años. Hay cantidad de historias escalofriantes que lo ratifican. La más dramática es la de una mujer que avanzaba con sus dos hijitos, uno caminando y el otro envuelto en su espalda. El más grande se resbaló y para tratar de agarrarlo ella se agachó. Se le cayó el bebe y los dos niños murieron.

UNA RAYITA BLANCA

La expedición había salido antes del mediodía y a las 18.20, cuando faltaba una hora para el destino, apareció por primera vez la escuela en un pico vecino. Es una rayita blanca que se ve a lo lejos. Está detrás de la pendiente más vertical de todo el camino, una pared de piedra que es rojo fuego a los últimos rayos del sol.

Antes que la urna, llegaron por su cuenta los dos policías. Siguiendo un protocolo trazado muy lejos de aquí, se les asignó «cuidar el orden en el establecimiento de votación». Tomaron un atajo no apto para animales ni para «extrairuyanos».

 

Esta noche la escuela será el albergue de todos. Es un gran galpón de paredes de ladrillo revocado y techo de chapa, iluminado con la luz mortecina de una tortuga.

Alimenta la escuela un panel solar que tiene los circuitos gastados; por eso se usa el mínimo indispensable de energía. «Acá todo se economiza, incluso las palabras», dice el maestro desde la cabecera de la mesa montada sobre caballetes. Cuenta que la gente de la zona suele pasar largas temporadas en soledad, en sus puestos, vigilando a sus animales, y que los más grandes apenas saben leer. «No tienen nada que leer, así que no necesitan más», dice.

Vestido de jogging, se levanta para chequear en la ventana cómo va la búsqueda de señal de su teléfono celular. Como todo en Chiyayoc, el proceso de intentar comunicarse con el mundo es lento y requiere de paciencia. El maestro deja su aparato colgado de la verja durante horas y si de casualidad en algún momento del día pasa una ráfaga de señal, recibe mensajes.

Esta noche el sistema no funcionó. El frío congela las manos. Volverá a probar al día siguiente.

El domingo de las PASO el cerro de Chiyayoc amaneció arriba de un colchón de nubes. Los gendarmes están en el patio con sus trajes verdes completos, incluidos borceguíes y gorros, cuando llegan los hermanos Fabio y Rafael Chorolque, presidente de mesa y suplente. Ya no viven en Chiyayoc, donde casi todos son viejos y niños, y son varias las casas abandonadas. «Es el único lugar de la Argentina con más viviendas que gente», dice el maestro. Las casas no se pueden vender porque todas estas tierras son una finca coya, Finca Potrero. Sólo pueden transferirse a gente de la comunidad.

-No me puedo quedar. Tengo que volver a Salta [Capital] -dice Fabio, vestido con una campera de River-. Su hermano tiene un buzo con el escudo de Independiente, pero sólo porque, como es negro y rojo, pasa por «Gallina».

-Podés irte, pero tengo que hacer un acta -le contesta con tono amable Reinaldo Rivero, que con 29 años es el mayor de los gendarmes-. Su compañero, Manuel Sosa, «el Gringo», tiene 23. Ya vino a Chiyayoc el año pasado y creyó que esta vez no le tocaba. Cuando le avisaron que volvía, acababa de llegar a La Quiaca, donde está la sede del escuadrón. Venía de su Formosa natal, del franco que se tomó para casarse.

Fabio desiste de abandonar y se sienta.

A las 10.30 sólo apareció un votante. Otro Chorolque, Jorge, primo de Fabio y Rafael. La familia Chorolque, con 14 empadronados, es la que más nombres aporta a la carilla de electores, que está pegada en el frente de la escuela.

  

Aburridos de esperar, gendarmes contra autoridades de mesa juegan un partido de metegol. El metegol, donado, llegó desde Buenos Aires, y fue subido por la gente del pueblo, igual que el freezer que los más jóvenes cargaron en la espalda, haciendo turnos, durante tres días.

En estas primarias, además de la urna, hicieron todo el camino 350 sobres y 1300 boletas; mil dentro de la urna y el resto, las «de contingencia», que entregaron los partidos, en una bolsa amarilla. Todo subido por el mismo burro.

La Justicia Federal Electoral es consciente de la odisea que implica una mesa como ésta. Está claro que mantenerla no esconde un móvil proselitista: Chiyayoc está lejos de mover la aguja en un padrón nacional con 23,2 millones de electores. «Es valorar las condiciones de vida de la gente. Si levantamos la mesa, los estamos obligando a que hagan ellos el esfuerzo», explicó Adolfo Aráoz Figueroa, el secretario electoral salteño. Que hagan el esfuerzo o que se queden afuera.

De los cientos de boletas, se van a usar sólo 31 (hubo un voto en blanco): 29 de Daniel Scioli (Frente para la Victoria), una de Alejandro Bodart (Movimiento Socialista de los Trabajadores) y una de Elisa Carrió (Cambiemos). «A ésta la han elegido por el color -dijo uno de los que contaban los votos-. Si nadie la conoce»

En Chiyayoc tampoco a Scioli le conocen la cara. El único televisor que hay está en la escuela. «Acá los chicos vieron a Messi, su ídolo, por primera vez. No podían creer que fuera así de chiquito. Se lo imaginaban enorme», contó el maestro.

Además de un viaje a lo alto, el ascenso a Chiyayoc parece un viaje en el tiempo. El único contacto con el resto del mundo es la radio. Una eternidad separa a este electorado de las campañas de marketing que gobiernan la política: acá la imagen de los candidatos no juega.

«Escuchamos por la radio que la Presidenta dice que hay que apoyar a tal candidato», explica Ester Rojas, de piel curtida, pulóver abrigado y un viejo sombrero de ala negro. Acaba de votar a Scioli y va camino a la ciudad. Baja a llevar a Rosalinda, su beba, que duerme en su espalda envuelta en un pañuelo violeta. Hace dos días que su hija no hace pis y la lleva al hospital. Ester es peronista, como su madre. «Acá no hay radicales y esas cosas..Capaz en Iruya», dice. Ella siempre votó a Cristina Kirchner. «Es mujer, igual que yo, y no parece mala persona.»

-¿Qué es Scioli de Cristina? -pregunta Nativa Ramos, sentada en el mástil del patio de la escuela. Ella también lo votó y no se refiere a cargos ni vínculos políticos: quiere saber cuál es el parentesco.

Sergio Ramos viene subiendo la montaña mascando coca, con un palo como bastón. Otra vez, apareció empadronado en San Juan, a varias horas por los cerros. Tiene 26 años y es lo más parecido a un militante político que hay en la zona. Este año, antes de las elecciones en las que se votó al intendente de Iruya, organizó un encuentro con el candidato que finalmente ganó, Alfredo Soto, kirchnerista, que llegó a pie y durmió en su casa. «Le junté como 20 personas», dice con orgullo. Ramos también tiene una tragedia en su haber. Cuando estaban rompiendo el cerro a paladas para construir la cancha de fútbol, la pared se desplomó y su hermano de 13 años murió aplastado frente a él.

En Chiyayoc, la gente vive de sus animales y eso le alcanza apenas para subsistir. La llegada de los planes sociales les cambió la vida. «Acá todos tienen sueldito y no quieren trabajar. Por eso no me gustan los políticos. No veo y voy a votar a cualquiera», refunfuña una mujer de 72 años, que no dice su nombre, sólo que ella también cobra el suyo: «el ama de casa». Su opinión no es para nada mayoritaria. «Voto porque nos ayudan, para que nos sigan ayudando. Es muy importante para nosotros», dice Pamela Ramos, que habla tan bajito que su voz es casi inaudible. Ella es alumna de la escuela y vota por primera vez.

  

El pago de los planes está bancarizado a través del cajero que se instaló en Iruya. No obstante, la gente conserva la costumbre de bajar de los cerros el tercer viernes de cada mes, para buscar «el pago», y ese día se monta una feria en la plaza. Instalada en la misma calle del cajero, la pequeña oficina del Correo les sigue pagando a muchos que desconfían de las máquinas.

«Algunos dicen que los planes echan a perder a la gente, pero acá tampoco hay muchas fuentes de trabajo. Ahora por lo menos no se sufre tanto», reflexiona el flamante intendente kirchnerista de Iruya. Las elecciones que Soto ganó en mayo fueron muy peleadas y desgastantes (entre todos los candidatos peronistas). Ahora, para las PASO, aflojaron. «Ya no había fondos, por eso no hubo comités», cuenta.

-¿No hay comité? -pregunta una señora que asoma la cabeza por la puerta de la escuela de Chiyayoc.

Nos miran como marcianos cuando preguntamos qué es un «comité». Es la comida que, pagada por una fuerza política, se organiza en una casa cercana a la escuela el día de las elecciones. La mesa se levanta por un rato -ni las autoridades más estrictas se animarían a impedirlo- y todos se van a almorzar.

Eso es después de otra ceremonia obligada: la celebración en la iglesia. Como el cura sube una vez al año, para la fiesta patronal de Nuestra Señora de Luján, el resto de los domingos encabeza la ceremonia «el animador», Ciriaco Rojas. Además, los viernes, a un costado de la iglesia, le dan de comer a la Pacha Mama. Entierran comida y bebidas en un pozo a la altura del altar.

Ciriaco se olvidó los anteojos y apenas puede leer. Mira la Biblia y después de tantos años la recita casi de memoria. La iglesia tiene ocho filas de bancos apretadas adelante y un altar con cuadros de la Virgen coronados por flores de papel multicolores. Sus nueve feligreses cantan «Hosanna en las alturas» tratando de seguir la voz de la más joven, que es potente, aguda y zigzagueante, y suena como los cantos del altiplano. En el patio de la escuela, varios metros más abajo, quienes ya votaron miran para arriba. Especulan con que en cualquier momento termina la celebración y se completan los votantes.

Saben a quién hay que esperar, quién no va a venir, quién está lejos, en su puesto de invierno. Los desconcierta la aparición en el padrón de «Condorí, Héctor Rubén», un desconocido. Seguramente, un error.

A las 18 en punto cierra la mesa. Hay que hacer todo rápido. Falta la bajada. No se puede esperar al día siguiente. La urna tiene que llegar esta noche a Iruya, aunque sea de madrugada. Sin handyni señal de teléfono, no hay forma de adelantar los resultados. Efraín Arraya, el encargado del Correo del pueblo, estará toda la noche esperando que vayan llegando las mesas más lejanas, apostado en la hostería Tacacho, centro de operaciones de Gendarmería.

La urna está asegurada sobre el burro, lista para emprender el viaje, cuando se levanta un viento zonda. Entre las nubes de polvo, el paisaje se vuelve fantasmal. No parecen las mismas montañas que un día antes brillaban al sol. Ahora apenas se ve. Los gendarmes apuran el paso y por momentos van casi corriendo. Concentrados. En silencio. Hay que subirse a ese fervor y confiar en que la gesta tiene sentido. La noche, sin luna, es muy oscura. Que las linternas sólo muestren la huella es una ventaja. Permite olvidar, de a ratos, el precipicio.

Fuente: La Nación – http://www.lanacion.com.ar/1819748-camino-a-chiyayoc-un-viaje-en-el-tiempo-a-la-montana-de-los-votos-perdidos

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