En su nuevo libro, el cineasta y ex secretario de Cultura Jorge Coscia construye una ficción polifónica a 60 años del sangriento episodio que prefiguró la caída de Perón.Infobae publica un adelanto
—¡Qué lindo sería imaginar la Casa Rosada como Pearl Harbor! —pensó el capitán de fragata Jorge Alfredo Bassi en su camarote del crucero 17 de Octubre durante un viaje de instrucción.
Lo pondría en palabras muchas veces en el círculo de sus camaradas más confiables en aquel año 1953. Era un entusiasta lector de temas militares y había disfrutado en el Boletín Naval de un escrito titulado «Yo mandé el ataque aéreo contra Pearl Harbor», del almirante japonés Mitsuo Fuchida. El artículo circulaba de mano en mano en ese buque insignia de la flota naval argentina, cuyo nombre recordaba la gesta que había llevado al coronel Juan Domingo Perón al gobierno. El buque en cuestión había tenido una vida anterior con el nombre de US Phoenix y había sido una de las pocas naves sobrevivientes del bombardeo nipón a la base naval del Pacífico Sur de los Estados Unidos. Era una pieza clave de la flota argentina, y su origen operaba en la cabeza de Bassi como una señal inspiradora, en la que los norteamericanos atacados por Japón se transmutaban en la odiada figura de Perón.
La historia del piloto aeronaval Fuchida emocionaba a sus colegas argentinos. Después de sobrevivir a la guerra, e incluso escapar por horas de la bomba atómica de Hiroshima, «había vivido para contarla». La culpa de no haber muerto honorablemente como un kamikaze lo transformó en un nacionalista antinorteamericano. Avanzada la posguerra, había conocido a otro piloto del país enemigo, exprisionero en Japón, luego de ser derribado su B-29 en los suburbios de Tokio. Influido por su antiguo enemigo, con quien lo unía el deshonor de la derrota, se había convertido al cristianismo. Por esta simbiosis cultural, Fuchida era un oriental occidentalizado y un ejemplo para los aviadores católicos argentinos indignados con Perón y su política religiosa.
El japonés había encabezado la primera escuadrilla en el ataque sorpresa a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, y lanzado el mítico grito en clave de «¡Tora Tora Tora!», destinado a advertir al
almirante Isoroku Yamamoto, comandante de la flota naval nipona, del comienzo del bombardeo. La palabra reunía distintos significados y un mismo simbolismo: ‘to’, como la primera sílaba de atacar, y ‘ra’, de torpedo. Juntas significaban ‘tigre’.
El «tigre» japonés torpedeó en su ataque a la flota norteamericana e inició así el hundimiento de Japón en la guerra que culminaría con las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki cuatro años después.
—¡La Casa Rosada como Pearl Harbor! —repetía Bassi, y eso despertaba risas y entusiasmos que expresaban una ideología, con raíces profundas, tanto en la oficialidad naval como en un sector amplio de la sociedad argentina.
La broma sobre el Pearl Harbor argentino dejó de serlo cuando supo de la idea el capitán de fragata Francisco Manrique, ferviente antiperonista. ¿Por qué no podía ser la Casa Rosada blanco de un ataque aeronaval bien coordinado si «el plan» había funcionado contra la gran potencia norteamericana en 1941? Como explicaba Fuchida en su artículo, los Estados Unidos habían tenido la fortuna de sacar al mar abierto sus portaviones poco antes. Más allá del hecho puntual, la operación había sido un éxito. Además, bromeaban, «la Casa Rosada no podía zarpar». Bastaba con atrapar a su «nefasto almirante» adentro, para acabar así con «la segunda tiranía».
—Todo volvería a su cauce: la Argentina pastoril e ilustrada.
El granero del mundo. Una sociedad donde cada uno estaría en su lugar, sin los desbordes y las prepotencias de una chusma ensoberbecida. El respeto a la autoridad emanada del mérito profesional y el prestigio del apellido. El respeto a la Iglesia y a las instituciones. La recuperación de la dignidad y la libertad perdidas en diez años de dictadura. ¿Qué otra salida existe para terminar con un régimen autoritario que, mediante la demagogia y las prebendas con los sectores más humildes, sume a la República en la inmoralidad y el oprobio? —argumentaba con entusiasmo revolucionario el capitán Manrique, definiendo el ideario de los «zeros» criollos.
Al peronismo parecía imposible ganarle en las urnas, como había quedado demostrado en la última elección. Para hombres como Manrique, los valores de la democracia correspondían a ideas solo cualitativas, propias de los más elevados sectores de la sociedad, y no a los resultados cuantitativos de una compulsa. ¿Qué era la Marina sino la salvaguarda de esos valores?
—Perón, Pearl Harbor, sí, suena lindo —dijo el capitán de fragata Néstor Noriega cuando comentó la idea su camarada Antonio Rivolta. Noriega era piloto aeronaval, y pronto se transformó en el principal impulsor de un plan que necesitaba aviones para concretarse.
Precisamente, era el subjefe de una de las principales escuadrillas de la Fuerza, asentada en la base de Punta Indio. También había leído con interés el artículo del Boletín Naval y se imaginó a sí mismo encabezando su escuadrilla como lo había hecho Fuchida en diciembre de 1941. Había visto hacía muy poco «De aquí a la eternidad», la película que narraba los hechos de Pearl Harbor, y más que escandalizarse como su esposa por los revuelcos de Montgomery Clift con Deborah Kerr en las playas de Hawái, se había emocionado con el coraje de esos pilotos nipones que se lanzaban sobre los acorazados yanquis, erizados de cañones.
—¡Qué experiencia maravillosa! Una escuadrilla disciplinada y decidida dirigiendo sus torpedos y bombas hacia esos blancos imponentes, cargados de troneras y forrados de acero. ¡Tora, Tora,
Tora! El plan se fue armando rápidamente en afiebrados encuentros entre los marinos.
Describían con detalle la operación de ataque: los aviones sobrevolarían la Casa de Gobierno para intimar la rendición del Presidente. De no ceder, pondrían en marcha la segunda etapa de ataque directo, con el apoyo de fuerzas navales de tierra.
Todos los complotados de 1953 eran oficiales jóvenes, convencidos de que los convocaba una misión trascendente. Algo que daría sentido a sus vidas de oficiales, condenados de lo contrario a un destino de entrenamientos rutinarios y obediencias burocráticas.
Sin contar la humillación de verse compelidos a obedecer a un gobierno que representaba la antípoda de sus ideales basados en la pundonorosa educación democrática y liberal que habían recibido en sus hogares, la escuela y la Academia Naval.
Las bombas de sus máquinas voladoras habían empezado a armarse mucho antes, cuando desde su formación se inoculó la idea de una Argentina civilizada y en orden, imponiéndose a la «barbarie».
A ninguno de estos oficiales se le ocurrió pensar cómo había terminado aquello que comenzó en Pearl Harbor. Después de todo, y con la ayuda de dos bombas atómicas y la consecuencia de dos millones y medio de compatriotas muertos en la guerra, Fuchida había devenido en un disciplinado admirador de sus vencedores y en un ferviente cristiano.
La idea se fue debilitando por la falta de contacto del grupo inicial con los cuadros del alto mando de la Armada. Necesitaban llegar más arriba, para poder saltar desde las nubes sobre el corazón del peronismo. Como los japoneses en 1941, precisaban un Yamamoto argentino: un almirante con el ánimo decidido e impoluto, a semejanza de su uniforme blanco.
Fuente: http://www.infobae.com/2015/06/07/1732784-el-tragico-bombardeo-plaza-mayo-clave-novela
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