Primero vale aclarar que esos días no son los del periodo, ni estoy estreñida y tampoco es por falta de sexo. Sólo como cualquier persona (hombre o mujer), me levanté cruzada, encontré una sola media del par, abrí la heladera y el sachet de leche estaba vacío, esencial para mi café con leche matinal, el perro ladró durante la única noticia importante del noticiero y como si fuera poco (algo que se repite a menudo) no encuentro las llaves para salir de mi casa. Media hora de caos que parece determinar que hoy no va a ser un “gran día”.

Una vocecita tendenciosa y cruel no para de repetir en mi cabeza “ponele pilas, ponele pilas”, entonces obligadamente sonrío como si me hubiesen estampado un emoticón en la cara.

La cosa sigue empeorando. No consigo estacionamiento, el cajero no tiene plata, mi vecina está regando, bueno eso no tiene nada de malo ¡pero hoy me molesta!; y me sigo peleando con la amable y ridícula voz de mi cabeza, que insiste en que le ponga onda. ¿Que le ponga onda?. No pará, yo me bajo acá. La “buena onda” se impone como un estereotipo tan perjudicial como el de belleza, y no voy a caer esta vez, ¿ahora me prohíben tener un mal día, dejar de sonreír? No me malinterpreten, me parece bien estar bien, pero no me parece que tenga que ser una obligación. Sé que no es terrible nada de lo que me pasó, pero creo justo hacer valer mi derecho de descansar los músculos de mi cara, de insultar al cajero automático, y patear la piedrita que me hizo tropezar. ¡¡¡Es tan terapéutico y recomendable como el deporte!!

Y por más contradictorio que suene, desde el momento que nos permitimos estar mal, el día empieza a cambiar, por lo menos callamos la molesta vocecita y ¡podemos disfrutar de un mal día como corresponde!

Macarena Sánchez Navarro
Licenciada en Psicología
Olascoaga 381 – San Rafael