San Rafael, Mendoza viernes 22 de noviembre de 2024

Andrés Calamaro: “Le dimos la vida al rock, y a mí me la devolvió”

calamaro“Me estaba apurando antes de que alguien lo contara por mí. Decía (Rodolfo) Fogwill: ‘Escribo para que no me escriban’”, dice Andrés Calamaro, en uno de los elegantes salones de Alvear Palace Hotel, sobre la publicación de Paracaídas & vueltas – Diarios íntimos (Editorial Planeta), canal que eligió, según su contratapa, para “contar” su vida.

«Escribo para que no me escriban», resuena; y la frase aplica para cierta negación del Salmón a la entrevista oral. «Hace muchos años, el poeta Alberto Girri me aconsejó (con énfasis) contestar siempre por escrito las entrevistas reportajes En la mayoria de los casos, y ante la duda, entiendo que conversar con un grabador sea normal. Pero demasiado descansa en la desgrabacion de una conversacion, ya sin gestos ni cercanía personal», escribirá un par de días después, en la segunda etapa del acuerdo: una primera aproximación cara a cara, y una segunda instancia mail a mail. Pacto que el artista honrará con saludables generosidad y -lo que es más importante- puntualidad.

«Brown sugar», dice, mientras decide entre terrones blancos y azúcar moreno para endulzar su café. Cortado. «Sticky fingers», agrega. No es casual. Un par de minutos antes, Calamaro hablaba de discos (vinilos, por supuesto), de la importancia de leer los reversos de las tapas antes de decir ‘lo llevo’. «Me gustan los discos grabados en el Shoals; el estudio donde los Stones grabaron Sticky Fingers«, dice. Si, claro, ahí también grabó Bob Dylan.

¿Cuál es el sentido o la necesidad de abrir las puertas de tu intimidad?

No sé si realmente existe la necesidad. No sé por qué creemos que es importante compartir con el público lo que estamos haciendo. Yo tuve una época de grabar mucha música y no mostrársela a nadie, y por momentos era perfectamente placentero y me sentía completo. Este libro incluye una serie de parrafadas que ya estaban en mis archivos, incluso algunas publicadas con anticipación. La mayoría de los lectores entienden otra cosa por intimidad porque el mundo interior es un asunto degradado por la televisión. Confieso que mis olvidos son más interesantes que mis memorias, y en estos términos curamos mis pre-textos sin dejar de escribir. Muchos elementos del «Paracaídas & ueltas» escapan a la tradición confesional de diarios íntimos, pero creo que eso no le resta atractivo al libro, y los lectores se van a encontrar con una lectura laberíntica pero atractiva y colorida. Dulce y picante.

¿Qué cosas elegiste no contar?

Cosas que puedan incomodar a alguien. Mis biografías preferidas son La rabia de vivir (la vida de Mezzrow, un blanco que tocó el clarinete con Louis Armstrong), y Juan Belmonte, matador de toros (de Manuel Chávez Nogales), que es un clásico.  No hace falta ser aficionado al jazz, ni a las corridas de toros, para leerlos. Son retratos (mas bien murales) de una época, de un tiempo y un lugar. Y la pasión de los hombres. Crónicas, de Bob Dylan, me gusta porque es un libro muy bueno. Se escribió mucho sobre Bob Dylan. Después de tanta tinta bajo el puente, es él mismo el que escribe y ofrece estas crónicas en donde no parece sentir la necesidad de contarnos su infancia, ni sus divorcios. La leemos y seguimos sin saber cómo se llaman sus nietos; apenas si adivinamos algún detalle, como el color azul de una Harley Davidson. Sin embargo, es pura sustancia.

Tampoco vos hablás de tus asuntos de alcoba, que alimentaron al periodismo de escándalos y chismes. ¿Aprendiste de la experiencia?

Para mí es una desdicha que el público sepa de mi existencia fuera de lo que es la música, el rock y su folclore. Al mismo tiempo, pienso abusar de los privilegios de mi status. Yo me mantuve lejos de los focos toda la vida. Siempre fui un potencial escándalo, y todavía nadie sabe realmente nada de mí. El público es cruel desde que dejó de ser público para sentirse protagonista de su propio vómito virtual. Yo no me expuse, quizás fui victima de la infancia de las redes sociales y el auge de la televisión basurera. Tuve momentos escandalosos en mi vida, pero fueron otros y la prensa no hizo foco en mí, salvo muy contadas ocasiones. Bien aprovechado, hubiera generado escándalos como para un programa de televisión propio. Ahora es un poco tarde para eso, me despierto con dos termos de mate y voy a hacer gimnasia. Soy un generador de buenas noticias musicales: giras por el mundo, discos y discos en vivo, películas; informaciones que importan tres pepinos al conjunto de la radio, la televisión y los periódicos, en donde tengo amigos también.

Habrá que interpretar que es esa televisión basurera la que degradó el mundo interior. Ahora bien, ¿es responsabilidad del medio y su avidez por meterse en camas ajenas, de quienes faltos de argumentos para mantener presencia en las pantallas les abren las puertas de sus dormitorios, o del espectador que se ilusiona con ser parte de esas vidas que mira desde su comedor, o peor, su juez?

Hay que suponer que son tres patas que sostienen una mesa cuadrada. El medio no responde a la integridad cultural del país, ni al entretenimiento plural; están atosigando a la población con informaciones dirigidas a la distracción tragicómica o contaminarnos con furia y miedo. Es grotesco el espacio que ocupa el disparate, y la facilidad con que cambiamos de registro de lo dramático a lo frívolo y superficial. En el intermedio, veinte partidos de fútbol, vandalismo en el fútbol y debates de fútbol. En otros términos, y para otra clase de programas no completamente dedicados al deporte rey, hay mucha gente dispuesta a aparecer en la televisión buscando la notoriedad como solución final. En la antigua Grecia existía una única palabra para referirse al dinero y la fama. Aprendimos lo peor del pensamiento antiguo. De todos modos, si no hubiera gente ofreciendo sus vergüenzas a cambio de un poco de atención, la habría dispuesta a hacerlo por dinero. Sería mas razonable vender el honor por un precio justo. Más honorable. Y el público es «el chancho y las ganas de comer». No tiene la culpa pero tampoco es inocente. Y siempre tiene hambre.

¿Cambió tu relación con las redes sociales desde aquella «infancia»?

Hace veinte años te conectabas con veinte personas en una «sala virtual de conversaciones». Ahora estamos en una comunidad de 500.000.000 de personas que varia según el numero de seguidores que uno tenga; yo tengo cada vez menos porque «la inquisitorial puritana» me considera perverso y sanguinario. En el micro-blog (no menciono al pájaro azul que pía desde Wall Street) se exponen presidentes e intelectuales, yo tengo un muro mayormente periodístico. La red me deprime un poco cuando todos están hablando de un mismo programa de televisión o de cuestiones balompédicas. Como ciudadano del mundo, cosmopolita e iconoclasta, me siento herido en mi orgullo. Aprendí cómo no aparecer en el periódico del día siguiente, y sé cuándo estoy provocando al público virtual. Si pudiera cambiar algo, refundaría un mundo sin Internet. Ya hizo mucho daño a la música en términos profesionales, y a la larga, artísticos.

En tu caso, también fue un canal muy ágil para mostrar mucha producción urgente, nocturna… ¿Qué lugar ocupa esa música en tu universo creativo?

Fueron más de dos mil visiones o artefactos musicales libres, independientes e interesantes. Para mí era una revolución en términos de música, grabaciones, formatos y distribución musical; un disco de mil canciones por dos. No respeta propiedad intelectual, viola las normas editoriales, tiene un alto contenido en cuanto a referencias musicales sofisticadas y literatura. El asunto sigue a disposición de quien quiera escucharlo. En  soundcloud.com/a-k-25. Ahí están los Beatles moleculares conviviendo con Larralde y Henry Miller. Mi disco (dos veces) de mil canciones. Y gratis. Eso es terrorismo comercial y cultural del bueno. Fui premiado con la cárcel de la indiferencia. Es probable que sea mi obra cumbre.

En un tramo del libro, referenciado en Cerati, escribiste: “El arte se lleva nuestra vida mientras vivimos, y quedó demostrado que –a veces- no te la quiere dar de vuelta”. ¿Sentiste alguna vez que no te la devolvería?

Le dimos la vida al rock, y a mí me la devolvió. En otros casos no fue así y muchos amigos dejaron su vida en el camino. En el mejor de los casos se dejaron el hígado. El mío es el ultimo hígado de una generación. Un día de estos hago un recuento de neuronas, pero con ellas tengo ventajas porque hay generaciones que no ven mas allá de su teléfono galáctico, y yo a esas edades no tenía ni televisión.

Me contaste que las vallas que rodean las plazas de toros “tienen una altura tal que permite que uno la salte, si hay que escapar”. ¿Lo tuviste en cuenta, al transitar zonas de riesgo?

Creo que sí. Nunca fui el peor de todos. Podría presumir de años salvajes, pero la vida también puede quedarse entre los fierros aplastados de un coche. La supervivencia es parte del carácter, supongo. Fui prudente en los años ochenta, que dejaron secuelas en esta generación. El epicentro de mis picardías fue simbólico y/o astronómico: el fin del año milenio. Era imposible no querer hacer algo con semejante fecha en los calendarios. Si hiciéramos una pirámide con todos los reventados de la historia, yo estaría en la base o en el medio. A una distancia prudente del infierno.

Sin embargo, muchos te convirtieron en bandera de aquello que ellos mismos nunca se animarían a hacer.

Caramba, no. Aquel que es bandera de lo que los demás no se atreverían a hacer jamás, es el que lo hizo casi todo. Un anti-héroe heroico. El asco y el orgullo de la sociedad al mismo tiempo. Sin embargo sostengo (insisto) que no fui “el peor de todos”. A los peores se los distingue observando ciertas características: ya son abuelos, necesitan un hígado nuevo y “hacerse el comedor”. Alguna vez estuve en la quinielas de posibles cadáveres jóvenes, pero fue hace quince años, y acá sigo. Es injusto considerarme un abanderado de lo prohibido porque fui mucho más discreto de lo que podría suponerse. “Soy mejor de lo que ustedes creen pero peor de lo que se imaginan”. Parafraseando a (Rodolfo) Galimberti, es así.

Aún así, si existiera un decálogo del buen rocker…

Confieso haber vivido según el decálogo del rockero con privilegios y cierta impunidad interesante. Los Abuelos de la Nada y Los Rodríguez fuimos consecuentes con la tradición de diversión extrema y las emociones fuertes. Personalmente, celebré mis períodos más extremistas en los últimos años del siglo, con algunos episodios aislados en los primeros compases de esta última década. El Salmón es la cumbre de la libertad profunda, el submarinismo químico y musical. Honestidad Brutal y El Salmón son mis obras más venenosas y algunos de mis discos más celebrados. Pero eran dulces años sin Internet y sin atención de la televisión ni las revistas; ahora todos somos espiados y opinables. Internet le dio voz a mucha gente que todavía no sabe atarse los cordones.

«Cuando éramos reyes», llamaste a un capítulo de Paracaídas. ¿Extrañás los tiempos en los que lo fueron?

Seguimos siendo reyes. En otros términos, no extraño otras épocas anteriores; hubo mejores épocas para ganar dinero, otros quizás añoren algún aspecto de otra juventud, o haber celebrado mayores éxitos. Pero yo me siento en mi cumbre. El respeto y la amistad de mis amigos en otros mundos, la experiencia latina, cantar con Los Tigres del Norte o Hugo Fatorusso … Te puedo conceder que hace veinte años (antes del boom tecnológico) la obra era un patrimonio; pensábamos que las canciones era una herencia que podíamos dejarle a nuestros hijos, y todavía era posible considerar esta clase de triunfo, el de los discos. Cuando la gente podía comprar discos nos sentíamos los reyes del Duty Free. Pero un rey respetado es un gran rey, aunque no tenga grandes fortunas en las bóvedas.

¿Le tenés o tuviste miedo a “la sensación de reincorporarse lerdo, sentirse aburrido ancho y ajeno, y creer que nunca más vas a recuperar la chispa”, de la que hablás en el libro?

Esa es una frase bastante grafica de desintoxicación y rehabilitaciones. La mala vida es una dieta milagrosa aunque en muchos casos termina pasando facturas; mientras tanto te permite dinamitar relojes y calendarios para volcarte en una espiral de creación que cuesta controlar. Pero llevaste la pregunta a otro ángulo que es muy interesante: la responsabilidad que los artistas vamos a sufrir un poco: estar siempre inspirado. El juego del “duende”, en términos lorquianos. Espero las giras con mucha ansiedad, es verdad que la necesidad de cantar inspirado (y tener buenas sensaciones en el escenario) es una obsesión ansiosa.

Uno podría pensar que para un artista con tu trayectoria es justamente el escenario el lugar de las mayores seguridades, y que fuera de él la sensación de vulnerabilidad aumenta exponencialmente.

La proximidad del escenario es una situación de ansiedad e inseguridades varias. Antes de una gira -o un concierto grande- soy vulnerable e inseguro, incluso pienso en renunciar a todo. En la calle soy un transeúnte, tengo una vida bastante corriente; en el circuito por donde me muevo me tratan con perfecta normalidad y lo mas extraño que me puede pasar es que alguien me pida una foto. El pueblo es agradecido conmigo, y muy amable. Compro la comida, camino por el barrio, voy al club a hacer gimnasia. En España también. Soy un ciudadano normal del barrio donde vivo. Me reconocen en la plaza de toros, como valiente defensor de la libertad, y yo me dejo tratar bien. Fuera del escenario me siento bien y en el escenario también, pero el problema es antes de subir (al escenario); dos meses antes, dos semanas antes … Quiero suponer que es una reacción normal y que a otros artistas le pasa. Son cuestiones mencionadas también por Atahualpa Yupanqui en El Destino del Canto, y confesiones de Paco de Lucía que siempre sufrió frente a la necesidad ética de ofrecer puros conciertos inspirados. Aún siendo el mejor guitarrista del mundo.

Fuente: Clarin
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