Para muchos, la cuantificación de las rutinas y actividades diarias se impone por sobre la intuición; se posicionan tanto en la escena política como en la producción industrial y en los sitios web, potenciado por los avances de los nuevos equipos electrónicos
El Apple Watch, uno de los tantos smartwatches que buscan posicionarse como el asistente personal que optimiza la rutina de los usuarios. Foto: AFP
No hace tanto nuestros libros de negocios exitosos hablaban al unísono: Confíen en su instinto. El secreto de la toma de decisiones estaba fuera del intelecto, en el otro lado del cerebro, la parte derecha, con sus emo-melodramas y sus impulsos de intuición. El pensamiento lineal de pronto era el camino a la ruina. Con su «irracional predecible» Dan Ariely orientaba la ilógica extravagante de nuestros mejores juicios. Los autores de las «Freakonomics» nos urgían a pensar como locos. En «Blink» Malcolm Gladwell aconsejaba abandonar el método científico en favor de juicios instantáneos. Tediosas horas de investigación conducidas en cubículos por personas sin arte era lo que hacían las compañías que terminaban en la quiebra. A los fracasados en los estudios con inclinaciones artísticas que apenas pueden entender un polinomio irían los beneficios de los mercados en auge serial.
Ya no más. La intuición a muerto. Larga vida a los datos, producidos día y noche por la miríada de computadoras y dispositivos inteligentes. Y no es que confiemos en los datos como antes confiábamos en lo que nos decía la intuición. En cambio los «optimizamos». Optimizamos para obtenerlos. Optimizamos con ellos.
En 2007, cuando Barack Obama visitó por primera vez la sede de Google como candidato, se anunció no como un portaestandarte sino como un conocedor de datos. «Creo mucho en la razón, y los datos, y las evidencias, y la ciencia, y la retroalimentación» le dijo a la gente de Google. «Eso es lo que debemos hacer en el gobierno». Eso fue música para los oídos de la compañía, ya que uno de los inventos internos de los que se sienten más orgullosos es el «A/B testing», un proceso de optimización, ahora muy utilizado, que analiza constantemente cambios de diseño con la gente para ver cómo funcionan.
Dan Siroker, un empleado de Google, quedó tan impactado con su retórica que se puso a trabajar en la campaña de Obama, creando un público para la propaganda electoral optimizando la «página de llegada» de la campaña, que es donde le sacaba a los visitantes su dirección de correo electrónico. Ahora Siroker es CEO de Optimizely, una «firma de testeo en la red», que es la oficina presidencial de la ideología ascendente de la optimización de todo.
La optimización suena digna y científica, y a veces lo es de un modo extremo. Pero en los medios noticiosos se ha vuelto menos que sentido común. En los últimos años el Huffington Post ha dado abundantes consejos acerca de cómo «optimizar» su fin de semana largo, sus impuestos, su perfil de Twitter, su ritual de fin de año, su impulso sexual, su sitio en la red, su billetera, su alegría, sus ejercicios físicos, sus beneficios de seguridad social, su testosterona, sus argumentos para los inversores, sus notas de prensa, su lista de cosas por hacer y el mundo.
No estoy divulgando ningún secreto al revelar que, para el Huffington Post, las tres grandes maneras de optimizar el impulso sexual son: hacer ejercicio, relajarse y no beber demasiado. Igualmente brillante es la estrategia de optimización para el fin de semana largo: planifique bien y apague el teléfono.
Al igual que el mejor argot corporativo, «optimizar» es el resultado de la creación de un neologismo. Algunos usos parecen derivar del latín optimus, que el poeta Horacio usó en el sentido de «moralmente bueno e indiferente a lo trivial». Pero otros parecen derivar de optimista, lo que es gracioso, dado que los optimizadores se consideran realistas fríos. Si algo quieren mejorar no es la tierra fértil de Estados Unidos o la humanidad sino más bien apuntan a algo similar a lo que propone Ayn Rand: la eficiencia, quizás, o el desempeño.
La optimización atiende no a nuestro héroe interior si no a nuestro contador interior. Quizás su atractivo esté en que no requiere un talento olímpico ni una ambición randiana. Para hacerlo solo hay que tener una computadora o la inmunidad de las computadoras al aburrimiento. Los datos -digamos, saber que el 70 por ciento de los fines de semana largos se ven afectados cuando se hace 10 por ciento menos planificación- tiene que llamar su atención. ¿Se siente mejor en la mañana cuando toma vitamina B la noche anterior pero sólo si la toma con leche? Momento: su ingenio como optimizador está en su capacidad de reconocer este dato como algo valioso.
En la red, «optimizar» se ha vuelto un arte; y si no es uno oscuro, al menos poco iluminado (y más noble) desde que Siroker lo hizo por Obama en 2007. Durante años la optimización de los motores de búsqueda (conocido por la sigla en inglés SEO) ha convertido páginas de la red en carnada de Google. En estos tiempos los optimizadores de las páginas capturadoras de datos, tomando prestadas lecciones de Optimizely y Google, recomiendan crear un video de entre tres y 10 minutos introducido por un «encabezamiento magnético» («Encuentre la pantalla perfecta para cualquier lámpara»), seguido de la creación de una «brecha de información» tal como «Usted no va a creer el truco que uso cuando voy de compras de una pantalla para lámpara» (Artículo de fe entre los optimizadores: a los humanos los saltos de información les resultan intolerables y harán cualquier cosa para cubrirlas.) A continuación se vuelve específico: «Toque el botón de play para verme hacer mi truco de la pantalla de lámpara», luego de lo cual se desarrolla el video hasta que se para en una cabina de peaje virtual. No se puede seguir viendo el video a menos que entregue su correo electrónico.
Un chorlito optimizado cae cada minuto.
Para los optimizadores todos los valores se aplanan: está el óptimo en un extremo y el temido sub-óptimo en el otro. Esto puede ser liberador para quienes se traumatizan con el lenguaje emotivo, político o moral. En teoría, a través de la optimización, las disputas pueden ser juzgadas y resueltas sin lágrimas. ¿Inkwell, el filtro blanco y negro de Instagram, le resulta hermoso? Lo lamento: las fotos de Instagram filtradas con el monocromo Willow, tirando a púrpura, gustan más que las fotos filtradas con Inkwell. No lo digo yo. Es lo que dicen los datos.
En marzo, cuando Hillary Clinton defendió su uso de una cuenta de correo electrónico personal para comunicaciones de estado, se negó a reconocer que hubiera una falla ética, sólo una falla de optimización. «Pensando en retrospectiva, hubiese sido mejor que usara dos teléfonos y dos cuentas de correo distintas», dijo. «Pensé que usar un dispositivo sería más simple y obviamente no fue así». Su elección no fue buena ni mala, ni honesta ni siniestra. Fue simplemente, como dijo el blog TechPresident, «menos que óptima».
Para cualquiera que haya cometido un error, evitar las disculpas y en cambio decir algo que suena neutral y basado en datos es una excelente salida. Pero la práctica de optimizar -y por tanto determinar que todo, desde la amistad hasta el sexo, pasando por los fines de semana y las billeteras, es optimizable- puede tener implicancias complicadas en sí mismas. El auge de la «optimización» en el siglo XX fue paralelo al auge del taylorismo, cuyos adherentes incrementaron la producción industrial tratando a los seres humanos como máquinas. Luego en la Unión Soviética totalitaria la «optimización» se volvió realmente perniciosa.
«Por supuesto que es siniestro» -escribió a través de un correo electrónico Andrew Meier, el autor de El espía perdido: un estadounidense en el servicio secreto de Stalin. «Es venenoso incluso. Para Stalin todo tiene que ver con la optimización. Está el caos del gulag, el mayor ejemplo y logro de la optimización soviética. Los lores del gulag tenían gráficos y más gráficos: mínimo consumo de alimentos y máximo producto del trabajo».
Máximo trabajo, mínimo alimento. Esa fue la optimización pre-Google. Una aplicación trágica, quizás, pero no debe sorprendernos que los soviéticos, obsesionados con los sistemas, tuvieran la voluntad de optimizar desde un comienzo. En Abundancia Roja, una historia novelada de la promesa bolchevique de la abundancia, Francis Spufford explica el «programa de optimización de las papas» de los sesenta en Moscú. Para hacer llegar papas a las manos de tantos moscovitas como fuera posible y así crear la impresión de abundancia agrícola, una computadora grande BESM – en español, Máquina Computadora Electrónica Grande- procesó 75.000 variables con 563 condicionantes. Spufford explica por qué la optimización y las computadoras se desarrollaron juntas: «Este problema no está al alcance de los dedos y las reglas de cálculo. Pero gracias a las computadoras, gracias a la paciencia inhumana de las BESM para iterar respuestas aproximadas una y otra vez, es un problema que puede resolverse.»
La Máquina Computadora Electrónica grande, con su llamativa capacidad para optimizar, fue la precursora directa de nuestras máquinas acumuladoras y refinadoras de datos. Al fin de cuentas fueron construidas sobre la base de la matemática de Leonid Kantorovich, el economista y premio Nobel considerado ampliamente el padre de la programación lineal. Poco después, en Estados Unidos, George Dantzing hizo descubrimientos complementarios en la programación lineal y desarrolló el algoritmo simplex. En 1973 Dantzig fundó el Laboratorio de Optimización de Sistemas en Stanford, que ahora está a unos 12 minutos en auto de la sede de Google en Mountain View, California, el líder estadounidense de datos, algoritmos y optimización.
El Apple Watch, que fue recibido en su lanzamiento el 9 de marzo con el impacto que causaba la nueva maquinaria en la década de 1930, es una Máquina Computadora Electrónica Muy Pequeña con algunos prodigios de optimización. Además de llevar la hora, lo principal que hace el reloj es «rastreo de actividad física»: mide y registra datos fisiológicos con el objetivo de conseguir que uno observe y cambie sus hábitos de desorden y glotonería. Evidentemente yo no fui la única que pensó en el despotismo del siglo XX: el empresario Anil Dash bromeó en Twitter, exagerando un poco las cosas: «Desde que IBM vendió computadoras grandes a los nazis ninguna compañía médica de alta tecnología había abrazado los datos médicos a esta escala».
Y sin embargo lo que me atrae del Apple Watch son mis propias tendencias totalitarias. Seguiría muy de cerca los datos que produce mi cuerpo. Cuánto como. Cuánto duermo. Cuánto ejercicio hago y cuánto logro. Esto me da esperanzas: Si sigo de cerca las cifras y uso mi nueva tecnología sabiamente, realmente podría lograr un mínimo de consumo de alimentos y máximo producto del trabajo. Aquí en mi Apple Watch tengo un mini Gulag, optimizado para mí.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1784932-una-vida-optimizada-por-las-computadoras
Por Virginia Heffernan | The New York Times
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