El mundo del fútbol vive en tiempos de Messi. No queda otra que retener en la memoria esa carrera, caño, asistencia o gol imposible para que, cuando todo haya pasado, cuando sea obligado recurrir a las imágenes y a las crónicas, sean los ojos vidriosos de los que lo vieron alguna vez en directo los verdaderos espejos de la memoria. Messi, siempre indescifrable, letal cuando y como quiere, capaz de convertir a todo rival en pieza oxidada de futbolín, gobernó a un Barcelona que, si no propinó una tunda histórica al City, fue por culpa de los palos y del meta Joe Hart. Para recordar la exhibición del portero inglés. Siempre podrá excusar Pellegrini su fracaso en ese penalti que Ter Stegen le paró a Agüero en el ocaso y que hubiera dejado a los ‘citizen’, que venían de un 1-2 en el Etihad, a un tanto de la prórroga. [Narración y estadíscas: 1-0]
El Barcelona tiene estas cosas. Puede proclamar orgulloso que alcanzó por octava vez consecutiva los cuartos de final de la Champions (récord histórico del torneo). También puede presumir de haber vuelto a abrir el furgón del dinero del City para tormento de la familia real de Abu Dhabi, del gestor de marras, Ferran Soriano, y de un entrenador al que sólo le faltó agarrar el violín y unirse a la orquesta del Titanic, Manuel Pellegrini. Motivos para el regocijo sobran, con la opinión publicada -que no la pública- escribiendo cantares de gesta a costa del triplete, Luis Enrique con la mandíbula más alzada que la de un militar, y un equipo que va como un tiro a cuatro días de ese clásico que, una vez más, volverá a ser el del fin de los tiempos.
De punta a punta
Todo lo acontecido en la noche continental del Camp Nou tuvo mucho de fiesta hasta el amanecer, de borrachera con tarjeta black, con el Barcelona dispuesto a bailar hasta la última canción como si no hubiera mañana, tuviera o no el balón. Violentamente alegre, entregado al frenesí, y con pocas ganas de tirar de romanticismo. Como si todo lo que ocurre ahora nada tuviera que ver con aquellos años en los que los azulgrana hicieron de la pausa, la posesión y el control su razón de ser.
Ahora, no hay mejor placer que ejecutar el mejor contragolpe, que recorrer el campo de punta a punta en un puñado de segundos -no hubo mejor metáfora que el ‘coast to coast’ de Rakitic propiciado por una magistral asistencia de Messi en el gol-, que asfixiar al rival de turno con un sacrificio grupal que enorgullece sobremanera a un Luis Enrique que ha logrado lo que se proponía. Este Barcelona es un equipo ya identificable, hecho a la imagen y semejanza de su entrenador, pero sólo comprensible a partir de la incidencia de Messi.
El Barcelona, sin embargo, todavía debe recoger los cartuchos caídos tras los fuegos artificiales. Aún habita en las entrañas del Camp Nou la desmemoria y el rencor, tan apetecibles como los canapés de ese palco de imputados -perdón, investigados- del estadio. Una tribuna en la que no se vio a Pep Guardiola, el mejor entrenador de siempre del club y que regresaba a las instalaciones de la entidad tres años después. Razones debieron sobrarle al ahora técnico del Bayern para sentirse mucho más cómodo en su localidad de socio, bien lejos del lugar que merece, a años luz de ese gobierno de Bartomeu que, a cuatro meses de las elecciones, se quedó sin su ‘photo opportunity’.
Entre aclamaciones
Los actuales rectores del Barcelona, sin embargo, se sienten en paz. En enero, cuando en junta se pedía la cabeza de Luis Enrique, el gabinete de presidencia acabó dándose de plazo hasta la eliminatoria de Champions frente al City. Y, esta vez, la inacción sirvió para algo. Luis Enrique ya no se le discute, sino que se le valora. Y el equipo, aclamado por su hinchada, está a cuatro partidos de la final de la Champions de Berlín, se jugará la Copa del Rey frente al Athletic y opositará a avanzar hacia el título de Liga en el clásico.
Neymar driblaba a campo abierto, Iniesta seguía con gracia el ritmo, Alves y Alba corrían con criterio, y Messi ejercía de ‘quarterback’. Sólo se le pudo echar en cara al Barça su escasez en el área rival. Desde allí, Hart se encargó de mantener con respiración asistida a un City que en el segundo acto, ya volcado, aspiró a empatar un partido que moriría en las manos de Ter Stegen. A 100 metros, Hart no pudo más que preguntarse qué más pudo hacer para burlar al destino.
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