Guillermo Roux y Jean-Dominique Rey, en su visita a Borges de septiembre de 1985.
«Borges me dio a mí los últimos seis poemas que escribió. Él me los entregó. María Kodama los niega», dice Franca Beer. «Yo hice el último retrato en vida de Borges», recuerda su marido, el maestro Guillermo Roux. A estas afirmaciones se suma el asesinato de un hombre que llevaba en el bolsillo uno de esos poemas, que trataba sobre la muerte, y los tres libros que se escribieron de la búsqueda de su autor. Ésta es la saga larga y apasionante para aquellos que aman a Borges, la verdad y la belleza. Y que se niegan al olvido al que parecían destinados aquellos versos.
La historia empieza cuando el crítico francés Jean-Dominique Rey visitó a los Roux, y les pidió que lo llevaran a ver a Borges. Franca Beer recuerda cada detalle de aquel encuentro ocurrido el 29 de septiembre de 1985: «Guillermo lo retrató, mientras Rey le hacía una entrevista en francés. Al final le pidió cinco poemas para ilustrarla. Borges no podía entregarlos en ese momento y pidió que fuera a buscarlos luego, porque Rey viajaba de regreso esa tarde. Después de varios días, por fin me recibió».
«Tuve que llevarle un cajón, que estaba en una estantería al pie de su cama en su dormitorio conventual, según sus indicaciones. -explica Beer-. Me pidió que le fuera leyendo uno a uno. Me corrigió la entonación, que no era por el sentido, sino por el metro. «Éste sí, éste no… éste no tiene título. ¿Qué título le pondría?» Yo arriesgué uno banal, y él dijo: «Bueno, vamos a ponerle este otro». Eligió seis, yo los copié a mano en un papel y los volví a poner en el cajón. Traje las copias a mi casa, los pasé a máquina y se los mandé a Rey junto con una carta».
Rey también guarda en la memoria aquel día y lo relata en un correo electrónico que envía a LA NACION desde París: «Tengo esos poemas por Borges mismo, que me los remitió en octubre de 1985 [por intermedio de Franca Beer], tal como lo cuento en la entrevista publicada en la revista Supérieur inconnu, en su número 4, de septiembre 1996, texto retomado en mi libro Memorias de los otros, escritores y rebeldes [L’Atelier des Brisants, 2005]. Inicialmente esos poemas estaban destinados a la revista La Délirante, pero su director no permitió continuar con el proyecto, sin duda por sugerencia de Jean-Pierre Bernès [traductor y editor de Borges], aunque de eso no tengo una prueba formal. A partir de ese rechazo, quise publicar esos poemas en edición bilingüe, pero después de haber solicitado la autorización a María Kodama, ya que mientras tanto Borges había fallecido. Al cabo de dos años, sin respuesta de su parte, logré verla en París, y le di una copia de los poemas. Volví a verla varias veces, pero no se decidió nunca a dar vía libre para la publicación y me derivó a su agente literario, Andrew Wylie, quien no me contestó nunca». Los poemas quedaron entonces en un callejón sin salida, apenas citados por fragmentos en las memorias del francés.
Beer tiene una carpeta con las fotos que se sacaron en aquella jornada memorable, una copia del retrato que hizo Roux, una copia de la carta que le mandó a Rey contándole las idas y venidas hasta conseguir los poemas de Borges, y copias mecanografiadas de los versos enviados. Beer era parte del proyecto de publicación junto con Rey. «Queríamos hacer una carpeta bilingüe en Francia con los poemas inéditos y el retrato de Guillermo. [Wylie] nunca nos contestó, ni les dio importancia a los seis maravillosos poemas de Borges que él mismo eligió», dice Beer una mañana de sol mientras toma mate en su casa de Martínez.
La historia empieza cuando el crítico francés Jean-Dominique Rey visitó a los Roux, y les pidió que lo llevaran a ver a Borges
Beer guardó los versos en una de las carpetas donde prolijamente archiva y ordena el pasado. Pero hubo una válvula de escape, y los sonetos siguieron su propio camino. Antes de dejarlos atesorados para siempre, con una mezcla de desdén y amargura, Beer los compartió con un amigo de la juventud, Coco Romairone, que vivía en Mendoza.
Desde ahí, se desarrolla una historia que se enreda en Medellín. La punta del ovillo de uno de los sonetos está en esa ciudad de Colombia, capital de Antioquia. La tarde del 25 de agosto de 1987, Héctor Abad Gómez, médico, defensor de la causa de los derechos humanos, camina por la calle Argentina y es acribillado por unos sicarios. Su hijo, Héctor Abad Faciolince, encuentra en su bolsillo, junto con su sentencia de muerte, un papel con un poema copiado a mano y firmado por J.L.B. «Ya somos el olvido que seremos», decía el primer endecasílabo. No aparecía en ningún libro de Borges. Pero el acertijo quedó grabado a fuego en su memoria y en piedra en la tumba de su padre del cementerio Campos de Paz, que reproduce en la lápida aquellos versos y las tres letras: J.L.B. Se lee: «Ya somos en la tumba las dos fechas / del principio y del término, la caja/ la obscena corrupción y la mortaja / los ritos de la muerte y las endechas».
La punta del ovillo de uno de los sonetos está en Medellín, Colombia
¿Cómo llegaron los sonetos a Colombia? La respuesta está en Mendoza, donde Romairone le pidió permiso a Beer para dárselos a su vez a un estudiante, Juan López, que, junto a Jaime Correas -luego sería durante 13 años director del Diario Uno, de Mendoza-, editaba cuadernos de poesía con el sello Ediciones Anónimos. López, Correas y otros estudiantes mendocinos publicaron cinco poemas de aquellos seis, en 300 ejemplares escritos a máquina y fotocopiados, el 13 de septiembre de 1986. Descartaron «El Testigo», porque ya había sido publicado en el libro La rosa profunda, de 1975.
BORGES, RETRATADO POR ROUX
Dice otro verso: «Los órdenes de libros guardan fieles /en la alta noche el sitio prefijado / El último volumen ha ocupado / el hueco que dejó en los anaqueles». El cuaderno de Mendoza se publicó sin que los estudiantes pudieran pedirle permiso a Borges. Y por ese origen algo espurio (porque al morir Borges hubieran precisado el visto bueno de Kodama) tuvieron una fama incierta. Entre otros medios que comentaron aquel fascículo (La Jornada, México, 3-5-87; Diario 16, España, 17-9-1987; Somos, Buenos Aires, 30-9-1987; El Espectador, Colombia, 29-11-1987), estaba la revista colombiana Semana, que publicó dos de los poemas el 26 de mayo de 1987. De ahí leyó y copió el padre de Abad Faciolince «Aquí. Hoy», para leerlo en la radio, pocos días antes de morir. En la página de la fundación que lleva su nombre conmueve oír su voz recitando los versos de su epitafio (http://hectorabadgomez.org/hector-abad-gomez/archivo-sonoro/).
En el libro El olvido que seremos (Planeta, Bogotá, 2006), Abad Faciolince cuenta la historia de su padre y el enigma de ese soneto. La búsqueda del autor de los versos que intuía borgeanos le llevó veinte años y está contada en otro libro, Traiciones de la memoria (Alfaguara, Bogotá, 2010), que lleva en la tapa la obra Lector, de Roux. Tuvo dos aliados: la científica Bea Pina, residente en Finlandia, hábil rastreadora en Internet, y Jaime Correas, autor del tercer libro de esta saga, Los falsificadores de Borges (Alfaguara, 2011), que inició su propia investigación para reconstruir la epopeya del grupo de estudiantes mendocinos.
Abad Faciolince nunca creyó la versión de un impostor que los reclamaba suyos: el poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio, que decía haber escrito esos versos seis años después de que Abad Faciolince los encontrara en el saco de su padre, y con algunos errores. Después de mucho buscar, llegó a conocer a Beer y a cada uno de quienes tuvieron en sus manos los poemas. En Mendoza, Correas le regaló uno de los cuadernillos que atesoraba. En una librería, al día siguiente, encontró otro. Y en Martínez, Roux le hizo una copia de aquel último retrato de Borges, porque el original ya se lo había regalado veinte años antes a Rey.
Correas aportó su pericia de investigador académico y periodístico para seguir pistas, compilar versiones, detectar equívocos, cotejar correcciones, cazar al vuelo poemas dictados y desenmascarar falsificadores que llegaron incluso a mejorar a Borges. «Siempre imaginé que cuando Borges dio los poemas lo hizo imaginando que iba a poner en marcha un mecanismo infernal como el que se desató. Tiraba pistas por ahí, al descuido, imaginando que podía, producto del azar quizás, generar las más increíbles tramas. No tengo dudas de que esta historia le hubiera encantado», dice Correas desde Mendoza. En su libro, cuenta que la editorial juvenil había tomado para el prólogo de su cuarto cuadernillo de poemas, el anterior al de los cinco sonetos, unas palabras de Borges pronunciadas en 1984: «Pienso que la poesía debería ser anónima. Por ejemplo, si pudiera elegir, desearía que alguno de mis poemas, alguna de mis historias, sean reescritos y mejorados por otro para que perduren y que mi nombre sea olvidado, como lo será con el tiempo. Tal es el destino de todos los escritores».
EL PROBLEMA DE LA AUTENTICIDAD
Perdidos en este laberinto, estos versos peregrinos mantuvieron un estigma de hijos no reconocidos. Después de muchos intentos, un encuentro fortuito en Aeroparque y mucho esperar, la comunicación telefónica con Kodama para esta nota es desafortunada. Se niega siquiera a escuchar la historia, cansada de los textos que aparecen por todos lados y de las historias viejas en general, y herida de desconfianza hacia los periodistas.
Perdidos en este laberinto, estos versos peregrinos mantuvieron un estigma de hijos no reconocidos
Pero sí se oyen las voces de otros escritores que reclaman que estos versos recobren a su autor. «Claro que sí, los poemas son de Borges», dice el escritor Guillermo Martínez, buen conocedor de la obra del escritor argentino. «Hay quienes los impugnaron con el silogismo erróneo: Borges es perfecto, en estos poemas hay algunos versos imperfectos, luego el poema no puede ser de Borges. Yo creo que Borges era un gran seleccionador de lo que publicaba [basta ver lo que quedó afuera de su Obra completa mientras vivía y podía ejercer esa selección]. Tenía estos poemas guardados en un cajón, porque seguramente no le gustaban tanto a él mismo como para publicarlos.»
Abad Faciolince, desde Colombia, se suma al clamor: «Qué bueno que no se muera el interés por estos poemas. Yo hice el trabajo filológico más serio y profundo que pude. Era algo que me importaba mucho, íntimamente. El poema que eligió mi padre reclama el olvido, por parte de la voz que dicta el poema. Y luego ese poema es negado como parte de la obra de uno de los más grandes escritores del siglo XX, que muchas veces dijo que quería ser olvidado, y no lo conseguirá nunca. «No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre.» A mí no me queda ninguna duda de que esos sonetos son de Borges. Fueron dictados por él. Estas cuatro personas no son mentirosas, y cualquiera que hable con ellos lo sabe. Lo que pasa es que alrededor de los poemas hubo una especie de complot, por las mentiras de un poeta colombiano y porque los académicos y expertos no quieren reconocer que estuvieron inicialmente equivocados. No es agradable que un outsider de las montañas de Antioquia consiga demostrar la autenticidad de unos poemas a los que todos ellos negaban la autenticidad. Es muy humano».
‘Kodama no es albacea de Borges. No dejó albacea. En su testamento dice: «Lego los derechos de mis obras a mi buena amiga María Kodama». Eso es todo
Alejandro Vaccaro no tiene pruritos: «Yo me equivoqué al decir que no eran de Borges». El presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y coleccionista apasionado de cuanto tenga que ver con el escritor, reconoce que al principio dudó. «Pero me di cuenta de que la historia es creíble. Hoy estoy convencido de que esos sonetos salieron de la mano de Borges.» Vaccaro está trabajando en un libro que llevará por título Borges, textos secretos y falsas atribuciones, en el que este caso se mencionará al pasar porque ya lo da por resuelto. «No es un libro contra Kodama, pero ella está involucrada en todos los casos. Por ejemplo, en 1996 publicó en Editorial Atlántida el libro Borges en la Revista Multicolor, sobre los textos que aparecieron en ese suplemento del diario Crítica entre 1933 y 1934, donde le asigna a Borges seis pseudónimos… ¡y los seis están mal!» Su relación con la directora de la Fundación Internacional Borges no es la mejor, después de algunas batallas legales y de haberla fastidiado revelando su edad (una manía de biógrafo). «Kodama no es albacea de Borges. No dejó albacea. En su testamento dice: «Lego los derechos de mis obras a mi buena amiga María Kodama». Eso es todo. No dejó una persona encargada de revisar su obra. Ella asumió ese rol, porque al tener los derechos, tiene la potestad de decidir qué se publica y qué no. Pero no puede meter mano en la obra, aunque lo haga. Demostré en sede judicial que hizo modificaciones por rencillas personales. Sacó de La Cifra un poema dedicado a Viviana Aguilar. Y «Poema de los dones», dedicado a María Esther Vázquez, perdió por un tiempo su dedicatoria», cuenta.
El menos iracundo con la heredera de Borges es Abad Faciolince. «Yo entiendo a la señora Kodama: circulan tantas mentiras, tantos falsos. Hay tanta gente que, de algún modo, se beneficia del nombre inmenso de Borges, que vive de su genio y de su fama, que es normal estar a la defensiva. Pero si ella recordara a ese poeta digno y modesto que varias veces se le ha acercado en el hotel de París donde se hacen los encuentros borgeanos, este Jean-Dominique Rey, mayor también, que fue íntimo amigo de Paul Celan, si ella se acercara a él, reconocería que alrededor de todo esto no hay un acto fraudulento, sino un acto de amor por la poesía y por Borges.»
La verdad es siempre importante, y en esto coincide Abad Faciolince: «En este caso, hay una lucha, como en los libros juveniles, de la luz y la belleza de la vida contra la muerte de las tinieblas de la mentira y la impostura. Este relato literario de un poema en el bolsillo de un hombre asesinado parece mentira, yo sé, parece increíble, pero es verdad. Y es un rescate de mi padre, que amaba la belleza». En su lápida está grabado: «Sobre la sombra que ya soy gravita / la carga del pasado. Es infinita».
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