San Rafael, Mendoza viernes 22 de noviembre de 2024

Ese matrimonio que llama a las puertas del sínodo

Ludmila y Stanislaw Grygiel enseñan en el instituto pontificio de estudios sobre la familia creado por el Papa Karol Wojtyla, su amigo de toda la vida. No han sido invitados. Pero tenían mucho que decir a los padres sinodales. Y lo han dicho. Con claridad y valentía. de Sandro Magister

ROMA, octubre de 2014 – Un sínodo «abierto», como se invoca por todas partes empezando por el Papa Francisco, es un sínodo dispuesto a escuchar también las voces que le llegan de fuera, más aún si vienen de personas competentes.
Justo antes del inicio del sínodo, haciendo de influyente puente entre el exterior y el interior de sus muros, ha tenido lugar en Roma, del 2 al 4 de octubre, la asamblea plenaria del «Consilium Conferentiarum Episcoporum Europæ».

La asamblea estaba proyectada directamente sobre el sínodo, empezando por su título: «La familia y el futuro de Europa».

Entre los oradores había padres sinodales de primer nivel como el cardenal húngaro Péter Erdõ, presidente del CCEE y relator general del sínodo; el cardenal canadiense Marc Ouellet, prefecto de la congregación para los obispos; el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la conferencia episcopal italiana y su beatitud Fouad Twal, patriarca latino de Jerusalén.

Pero, sobre todo, había un matrimonio de filósofos, Ludmila y Stanislaw Grygiel, polacos, amigos de juventud de Karol Wojtyla sacerdote, obispo y Papa, ambos docentes en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre Matrimonio y Familia.

El Instituto fue creado por el Papa Wojtyla en 1982, dos años después de un sínodo dedicado a la familia y un año después de la exhortación apostólica «Familiaris consortio» que le había dado cumplimiento.

Con sede central en Roma, en la Pontificia Universidad Lateranense, el Instituto tiene secciones en todo el mundo, desde los Estados Unidos a España, desde Brasil a Alemania, desde México a la India, desde Benin a las Filipinas, con un número creciente de estudiantes, tanto varones como mujeres.

Entre sus rectores y docentes se pueden enumerar a los cardenales Carlo Caffarra, Angelo Scola, Marc Ouellet.

Ante la inminencia del sínodo de este mes de octubre, el Instituto ha producido una notable cantidad de contribuciones. La última, titulada «El Evangelio de la familia en el debate sinodal. Más allá de la propuesta del cardenal Kasper», ha salido contemporáneamente en Italia publicado por Cantagalli, en los Estados Unidos publicado por Ignatius Press, en España por la Biblioteca de Autores Cristianos y en Alemania por Media Maria Verlag.

Sus autores son el teólogo español Juan José Pérez-Soba y el antropólogo alemán Stephan Kampowski, ambos profesores en la sede romana del Instituto.

El prólogo ha sido redactado por el cardenal australiano George Pell, uno de los ocho purpurados que asisten al Papa Francisco en la reforma de la curia y en el gobierno de la Iglesia. El 3 de octubre, Pell presentó el libro al público, en la sede del Instituto.

En resumen, es difícil encontrar hoy en la Iglesia católica un instituto de estudios filosóficos, teológicos  y pastorales más influyente y competente sobre esto, los temas del matrimonio y la familia.

Y sin embargo, ha sucedido lo increíble. Ninguno de los docentes de este Instituto pontificio ha sido llamado a tomar la palabra en el sínodo sobre la familia que empezó el 5 de octubre y concluirá el 19.

Razón de más para volver a escuchar lo que han dicho Ludmila y Stanislaw Grygiel en la asamblea presinodal promovida por al Consejo de las conferencias episcopales de Europa.

He aquí a continuación un extracto de sus intervenciones, argumentadas y pronunciadas con la «parrhesia», es decir, con la franqueza, la claridad, la valentía, la humildad que el Papa Francisco ha aconsejado a todos en este sínodo.

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REFLEXIONES SOBRE LA PASTORAL FAMILIAR Y MATRIMONIAL

de Ludmila Grygiel

[…] Chesterton dijo que no necesitamos una Iglesia movida por el mundo, sino una Iglesia que mueva al mundo. Parafraseando estas palabras, podemos decir que hoy las familias, las que están en crisis y las que son felices, no necesitan una pastoral adecuada al mundo, sino una pastoral adecuada a la enseñanza de Aquel que sabe lo que desea el corazón del hombre.

El paradigma evangélico de esta pastoral lo veo en el diálogo de Jesús con la Samaritana, del que emergen todos los elementos que caracterizan la actual situación de dificultad, tanto de los esposos como de los sacerdotes comprometidos en la pastoral.

Cristo acepta hablar con una mujer que vive en el pecado. Cristo no es capaz de odiar; sólo es capaz de amar y por este motivo no condena a la Samaritana, sino que despierta el deseo original de su corazón, confundido por los acontecimientos de una vida desordenada. Sólo después de que la mujer confiese que no tiene marido, Cristo la perdona.

Así, el pasaje evangélico recuerda que Dios no hace don de su misericordia a quien no la pide y que el reconocimiento del pecado y el deseo de conversión son la regla de la misericordia. La misericordia no es nunca un don ofrecido a quien no lo quiere, no es un producto rebajado porque nadie lo quiere. La pastoral pretende una adhesión profunda y convencida de los pastores a la verdad del sacramento.

En el diario íntimo de Juan Pablo II encontramos esta nota escrita en 1981, tercer año de su pontificado: «La falta de confianza en la familia es la primera causa de la crisis de la familia».

Se podría añadir que la falta de confianza en la familia por parte de los pastores es una de las principales causas de la crisis pastoral familiar. Ésta no puede ignorar las dificultades, pero tampoco debe detenerse en ellas y admitir, desconsolada, la propia derrota. No puede acomodarse a la casuística de los modernos fariseos. Debe acoger a las samaritanas, pero para llevarlas a la conversión.

Los cristianos están hoy en una situación similar a la que se encontró Jesús, el cual, a pesar de la dureza de corazón de sus contemporáneos, volvió a proponer el modelo de matrimonio que Dios quiso desde el principio.

Tengo la impresión de que nosotros, cristianos, hablamos demasiado de los matrimonios fracasados, pero poco de los matrimonios fieles; hablamos demasiado de la crisis de la familia, pero poco del hecho de que la comunidad matrimonial y familiar asegura al hombre no sólo la felicidad terrena, sino también la eterna y es el lugar en el que se realiza la vocación a la santidad de los laicos.

Así, se ensombrece el hecho de que, gracias a la presencia de Dios, la comunidad matrimonial y familiar no se limita a lo temporal, sino que se abre a lo supratemporal, porque cada uno de los esposos está destinado a la vida eterna y está llamado a vivir eternamente en presencia de Dios, que los ha creados a los dos y los ha querido unidos, sellando Él mismo esta unión con el sacramento.

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«EL FUTURO DE LA HUMANIDAD SE FRAGUA EN LA FAMILIA»
(Familiaris consortio, 86)

de Stanislaw Grygiel

[…] Ignorar el amor «para siempre» del que Cristo habla a la Samaritana como «don de Dios» (Jn 4, 7-10) hace que los cónyuges y las familias, y en ellos la sociedad, pierdan la «recta vía» y yerren «por una selva oscura» como en el Infierno de Dante, según las indicaciones de un corazón endurecido, «sklerocardia» (Mt 19, 8).

La «misericordiosa» indulgencia que piden algunos teólogos no es capaz de frenar el avance de la esclerosis de los corazones, que no recuerdan como son las cosas «desde el principio». La teoría marxista, según la cual la filosofía debería cambiar el mundo más que contemplarlo, se ha abierto camino en el pensamiento de ciertos teólogos haciendo que estos, de manera más o menos consciente, en vez de mirar al hombre y al mundo a la luz de la Palabra eterna del Dios viviente, miren esta Palabra con la perspectiva de efímeras tendencias sociológicas. La consecuencia es que justifican, según los casos, los actos de los «corazones duros» y hablan de la misericordia de Dios como si se se expulsara, de tolerancia pintada de conmiseración.

En una teología así se advierte un desprecio hacia el hombre. Para estos teólogos el hombre aún no es suficientemente maduro para mirar con valentía, a la luz de la misericordia divina, la verdad del propio convertirse en amor, tal como es «desde el principio» esta misma verdad (Mt 19, 8). No conociendo «el don de Dios», ellos adecuan la Palabra divina a los deseos de los corazones esclerotizados. Es posible que no se den cuenta de que están proponiendo a Dios, inconscientemente, la praxis pastoral por ellos elaborada, como camino que podrá llevarle a Él a la gente.. […]

Juan Pablo II se acercaba a cada matrimonio, también a los rotos, como Moisés se acercaba a la zarza ardiente en el monte Horeb. No entraba en su morada sin haberse quitado primero las sandalias de los pies, porque vislumbraba que en ella estaba presente el «centro de la historia y del universo». […] Por esto él no se inclinaba ante las circunstancias y no adaptaba su praxis pastoral a las mismas. […] Corriendo el riesgo de ser criticado, insistía en el hecho de que no son las circunstancias las que dan forma al matrimonio y a la familia, sino que son estos los que la dan a las circunstancias. Primera acogía la verdad y sólo después las circunstancias. Nunca permitía que la verdad tuviera que hacer de antecámara. Cultivaba la tierra de la humanidad, no para efímeros éxitos, sino para una victoria imperecedera. Él buscaba la cultura del «don de Dios», es decir, la cultura del amor para siempre.

La belleza en la que se revela el amor que llama al hombre y a la mujer a renacer en «una carne» es difícil. El don exige sacrificio; sin éste, no es don. […] Los apóstoles, al no conseguir entender la disciplina interior del matrimonio, dicen abiertamente: «Si esta es la condición del hombre respecto de la mujer, no conviene casarse». Entonces Jesús dice algo que obliga al hombre a mirar por encima de sí mismo, si quiere conocer quién es él mismo:: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes e les ha concedido… Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19, 10-12).

Una noche en su casa, – eran los años setenta -, el cardenal Karol Wojtyla había permanecido durante mucho tiempo en silencio mientras escuchaba las intervenciones de algunos intelectuales católicos que preveían una inevitable laicización de la sociedad.. […] Cuando esos interlocutores terminaron de hablar, él sólo dijo estas palabras: «Ni una sola vez habéis pronunciado la palabra gracia». Recuerdo esto que él dijo en aquella ocasión cada vez que leo las intervenciones de teólogos que hablan del matrimonio olvidándose del amor que acaece en la belleza de la gracia. El amor es gracia, es «don de Dios». […]

Si las cosas están así en lo que atañe al amor, incluir en los razonamientos teológicos el adagio piadoso, pero contrario a la misericordia, «nemo ad heroismum obligatur», – nadie está obligado a ser un héroe – envilece al hombre. Lo envilece contradiciendo a Cristo, el cual dijo en el monte de las bienaventuranzas: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48).

Hay que com-padecer a los matrimonios y a las familias rotas y, por el contrario, no hay que tener piedad de ellos. En este caso la piedad tiene en sí misma algo de despreciativo hacia el hombre. No lo ayuda a abrirse al infinito amor al cual Dios lo ha orientado «antes de la creación del mundo» (Ef 1, 4). El sentimentalismo piadoso se olvida de como son «desde el principio» las cosas del hombre, mientras la com-pasión, al ser un sufrir con los que se han perdido «en la selva oscura», despierta en ellos la memoria del Principio, indicándoles el camino de vuelta al mismo. Este camino es el Decálogo observado en los pensamientos y en las acciones: «¡No matar! ¡No fornicar! ¡No te robes a ti mismo de la persona a la cual te has donado para siempre! ¡No desees a la mujer de tu vecino!». […] El Decálogo grabado en el corazón del hombre defiende la verdad de su identidad, que se cumple en su amar para siempre. […]

En una de nuestras conversaciones sobre estos dolorosos problemas, Juan Pablo II me dijo: «Hay cosas que deben ser dichas independientemente de las reacciones del mundo». […] Los cristianos que por miedo a ser condenados como enemigos de la humanidad aceptan compromisos diplomáticos con el mundo, deforman el carácter sacramental de la Iglesia. El mundo, que conoce bien las debilidades del hombre, ha golpeado sobre todo «la una carne» de Adán y Eva. En primer lugar intenta deformar el sacramento del amor conyugal y, a partir de esta deformación, intentará deformar todos los otros sacramentos. Estos constituyen, de hecho, la unidad de los lugares del encuentro de Dios con el hombre. […] Si los cristianos se dejan convencer por el mundo de que el don de la libertad que Jesús les ha dado hace que su vida sea difícil, incluso insoportable, seguirán al Gran Inquisidor de los «Hermanos Karamazov» y dejarán de lado a Jesús. Entonces, ¿qué será del hombre? ¿Qué le sucederá a Dios que se ha convertido en hombre?

Antes de ser asesinado, Jesús dice a los discípulos: «Llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios… En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 2.33).

Seamos valientes y no confundamos la inteligencia mundana de la razón calculadora, con la sabiduría del intelecto que se amplia hasta los confines que unen al hombre con Dios. Herodes y Herodías tal vez eran inteligentes; ciertamente no eran sabios. Sabio era San Juan Bautista. Él, no ellos, supo reconocer el camino, la verdad y la vida.

Andrea y Fernando Álvarez

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