San Rafael, Mendoza viernes 09 de mayo de 2025

Ángeles blancos: la dramática lucha por salvar vidas en el mar

Desde hace un año, barcos de la marina italiana navegan el Mediterráneo para rescatar a las oleadas de inmigrantes que intentan llegar a Europa en precarias balsas; los integrantes del operativo, llamado Mare Nostrum, son vistos como salvadores

 Uno de los barcos del operativo Mare Nostrum, con decenas de inmigrantes luego de ser rescatados por un equipo de ángeles blancos. Foto: Marina Militar Italiana

Hay un olor fuerte, a encerrado, a humanidad herida. Abdullah Engom, un negro con musculosa a rayas, jeans cortados y descalzo, rodeado por centenares de ojos tan oscuros como los suyos, dice que está «happy» de estar vivo. «En medio de las olas, estaba aterrado. Le rezaba a Dios. Y cuando apareció esta nave que venía a salvarnos, fue como un milagro», relata, en inglés.

Abdullah, de 28 años y oriundo de Gambia, es una de las 774 personas que están en cuclillas, con brazaletes numerados, en la inmensa bodega del buque San Giusto. Una nave de guerra italiana que, desde hace un año, no hace operaciones militares, sino que tiene otra tarea: salvar vidas en esa hecatombe del siglo XXI que, entre el silencio y la indiferencia de Europa, se está dando en el mar Mediterráneo.

La misión de la marina italiana se encarga de llevar a inmigrantes rescatados a algún centro de recepción en tierra firme. Se trata de virtuales prisiones que tuvieron que levantarse en toda Italia en los últimos años.

En las aguas idílicas del Mediterráneo, desde principios de este año más de 2500 personas murieron en los denominados «viajes de la esperanza», según la Organización Internacional de Migrantes (OIM). Desde 2000, murieron ahogadas más de 22.000 personas. Todas huían de la miseria, el hambre, las guerras y la violencia, en busca de una vida mejor.

El barbijo que llevamos militares, enfermeros, médicos, algunos parlamentarios y unos pocos periodistas presentes en el vientre de la San Giusto no impide sentir un olor fuerte. Es a encierro -afuera hace calor-, pero también a adrenalina, emanada desde los cuerpos de las 774 personas rescatadas en cinco naufragios en los últimos tres días.

 

 

En todas sus miradas es palpable el infierno que vivieron, pero también el miedo a lo que vendrá, a lo que les espera en una Europa cada vez más parecida a una fortaleza inaccesible, asustada por un fenómeno que crece y que nadie sabe cómo enfrentar. Para evitar el contagio de eventuales enfermedades, llevamos barbijo, un mameluco blanco con capucha, de material sintético especial, dos pares de guantes y protectores de zapatos.

«Aunque al principio los más chicos se asustan, después nos llaman los ángeles blancos», revela el doctor Domenico Arenoso, mientras revisa la pierna de uno de los inmigrantes. Genovés y experto en enfermedades infecciosas, Arenoso está a cargo de la unidad médica de la San Giusto, que no sólo cuenta con una sala de operaciones, sino también con helicópteros para evacuaciones y dos drones para detectar desde el aire a los mercaderes de la muerte, que hacen negocios con la desesperación de los migrantes.

La San Giusto es una nave inmensa: tiene 133 metros de largo y 25 de ancho, 500 camas, una tripulación de 174 hombres y mujeres, capacidad de 620 toneladas, 34 vehículos acorazados y helipuerto. Es el cerebro de la operación Mare Nostrum, puesta en marcha hace un año por el gobierno italiano para que no vuelva a haber tragedias como la del 3 de octubre del año pasado. Entonces, más de 360 personas murieron en un naufragio cerca de la isla de Lampedusa, al sur de Sicilia, en la peor catástrofe en el Mediterráneo hasta ahora.

En Italia, incluso, se menciona a Mare Nostrum como candidata al ganar, mañana, el Nobel de la Paz. Su contribución para limitar las tragedias de inmigrantes ya fue reconocida por la Unión Europea y la ONU.

Desde que comenzó a funcionar, el operativo salvó 90.061 vidas por sí solo, y más de 138.000 junto a naves mercantiles. El 77% de los rescatados fueron hombres menores de 45 años; el 11%, mujeres, y el 12%, menores de 18 años. Mare Nostrum cuesta nueve millones de euros por mes, que desembolsa la marina italiana. Emplea entre 700 y 1000 militares -aunque también hay civiles- y opera en un área de 71.000 kilómetros cuadrados, equivalente a tres veces el tamaño de Sicilia.

«Hacen falta dos días de navegación para ir de un punto a otro», explica el comandante Massimo Vianello. «Salvamos personas en cantidades industriales: llegamos a rescatar en dos días a 2500 personas durante el pico de la oleada migratoria, en julio y agosto. Ahora sigue el buen tiempo y el flujo es constante: parten en forma incesante. Calculamos un promedio de siete embarcaciones por día que salen desde Libia, en su mayoría, y desde Egipto», detalla Vianello.

En la bodega de la San Giusto, esa marea de desesperados, con sus números identificatorios, es como un puñetazo en el estómago. Detrás de la protección del barbijo, uno no puede dejar de pensar con qué cara se puede mirar a esa gente, que sólo busca tener una vida normal, en paz.

Abdullah, uno de los pocos africanos que habla inglés, sonríe, levanta el pulgar y hace la V de la victoria. Cuenta que es la segunda vez que lo intenta. «Hace dos años me repatriaron a Túnez. Esta vez espero quedarme.» ¿Dónde? «En Italia, Alemania, Inglaterra… donde sea», dice.

Como muchos otros, se embarcó en Trípoli, la capital de Libia, que desde la caída del régimen de Muammar Khadafy atraviesa una situación anárquica. Desde sus costas -en localidades como Zuwarah y Benghazi- parten la mayoría de las «carretas del mar». Abdullah pagó 800 dólares para su travesía junto a otros 150 desesperados en un gomón desvencijado, made in China, durante dos días de terror, hasta que fue rescatado.

Para pagar su pasaje, durante un año y medio trabajó como albañil en Libia. Ahí lo pasó mal. «Sufrimos mucho, los árabes no son buenos», dice. Como otros, no viajó solo. Lo hizo con su hermano menor, Charmo, de 25 años, que viste una musculosa igual a la suya, a rayas. Se las pusieron para no perderse en medio de la odisea. «Vinimos para tener una vida mejor. En Gambia no hay trabajo. Tengo dos hijos y vine por ellos, para poder ayudar a mi familia», señala Abdullah.

El sirio Salam Ammura, de 24 años, tiene otra historia. Es de Homs, y como muchos otros compatriotas que están en la bodega huyó de la atroz guerra civil de su país. «Primero fui a Argelia, luego a Túnez y después a Libia, de donde salí. Soy ingeniero y quiero irme a Suecia, cuenta.

La San Giusto, que tiene 20 años y es el orgullo de la marina italiana, está por llegar al puerto de Reggio Calabria. Aún no lo saben los 774 inmigrantes -de Eritrea, Sudán, Mali, Gambia y otros países- rescatados en los últimos tres días.

«¿Estamos llegando a Reggio Ca… qué? ¿Eso es Italia? ¡Bien!», celebra Abdullah, que aprieta la chapita que lo identifica y el papel que indica el número de embarcación de la que fue rescatado. Esa chapita sirve para que, más tarde, los «ángeles blancos» le devuelvan una bolsita numerada en la que guardaron sus pertenencias.

Abdullah, su hermano y los demás recibirán luego un par de zapatillas azules, antes de ser trasladados en ómnibus a algún centro para la acogida de inmigrantes, de los que seguramente luego lograrán escapar, como admiten los parlamentarios presentes (algunos, los de derecha, muy críticos con Mare Nostrum).

Amina Hutel, de 32 años, también es de Gambia. Uno de los «ángeles blancos» de la San Giusto la está ayudando. Intenta calmar el llanto de la beba de un año que lleva en la espalda, envuelta en una tela. «Esta mujer viaja sola, algo que no es normal. Me contó que vio cómo mataban a su hijo de dos años, por eso quiso irse de su tierra», cuenta la ginecóloga Valeria Songa, que precisa que entre los 774 pasajeros hay tres embarazadas, todas sirias y en buen estado.

Ser rescatados por la San Giusto en plena tempestad o de noche fue para los inmigrantes como llegar a un oasis. Recibieron un chequeo sanitario, fueron censados e identificados, y les dieron un plato de fideos, fruta y agua. Además, pudieron relatar sus odiseas gracias a un equipo de intérpretes, los llamados «mediadores culturales».

«No esperamos a que naufraguen. Hacemos un trabajo de prevención. Apenas detectamos una embarcación, mandamos helicópteros a ver de qué se trata: si es precaria y está llena de gente sin salvavidas, como siempre pasa, intervenimos inmediatamente», explica el comandante Mario Mattesi.

El trabajo de los «ángeles blancos» es de 24 horas por día. Y es duro. «Algunos llegan con fracturas porque fueron maltratados, torturados. Estuvieron hacinados, con problemas cardíacos, diabéticos, deshidratados», cuenta Arenoso, jefe del servicio médico. «Nunca en mi vida olvidaré cuando me tocó subir a una embarcación donde fueron hallados 45 muertos, asfixiados», dice.

Es que, drama en el drama, también hay clases sociales y racismo entre los inmigrantes: quienes pagan más están en la parte superior de la embarcación (en general los sirios), y quienes pagan menos (subsaharianos), abajo, con poco oxígeno y a merced de gases tóxicos de los motores.

«Las historias de esta gente son iguales a las de la Shoá [el Holocausto]. La diferencia es que estas personas se autodeportan, huyen de situaciones imposibles. Pero lo que yo me pregunto es ¿dónde irán; podrán rehacer sus vidas?», reflexiona la doctora Songa, que aprovechó sus vacaciones para ser voluntaria durante un mes en la San Giusto.

«Mi hija me hizo leer el discurso del Papa cuando fue a Lampedusa y decidí presentarme -revela-. La experiencia es dura, desgarradora, pero volvería a hacerla.»

El capitán de corbeta Antonio Giummo, otro «ángel blanco», dice que lo más impresionante es ver a los chicos, que casi nunca viajan solos. «Si esta gente arriesga la vida de sus hijos, significa que realmente huyen de una muerte segura», dice. Como el resto de la tripulación, Giummo, de 43 años, está orgulloso de su labor, considerada de todos modos insuficiente.

«Para salvar a todos harían falta más medios», lamenta el comandante Mattesi. «Italia está sola en esta emergencia humanitaria colosal. Pero si no estuviéramos nosotros, habría muchas más desgracias», advierte.

Fabio Carella, mariscal de la marina, con una cámara registra todo lo que pasa en Mare Nostrum. Confiesa que se conmueve en cada salvataje de desesperados. Su traje de «ángel blanco» le sirve de coraza. «Es mucho sacrificio -dice-. Pero lo hacemos con gusto. Basta una sonrisa.»

Por Elisabetta Piqué  | LA NACION
http://www.lanacion.com.ar/1734112-angeles-blancos-la-dramatica-lucha-por-salvar-vidas-en-el-mar
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