A los cronistas les cuesta ponerse de acuerdo, pero parece que fueron los chinos, muchos siglos antes de Jesucristo, los primeros en elaborar un helado mezclando la nieve de sus montañas con un preparado a base de frutas y miel. En cualquier caso, los romanos enseguida sucumbieron a los encantos de este postre. Según las crónicas, Nerón mandaba traer nieve de los Alpes para que le elaboraran una especie de sorbete helado con nieve, miel y frutas. En la corte de Alejandro Magno se instauró la costumbre de enterrar en nieve ánforas repletas de frutas y miel que después se servían heladas. Los cocineros árabes de los califas de Bagdad perfeccionaron la calidad y variedad, incorporando, entre otros ingredientes, el néctar de la fruta. Precisamente en estas tierras fue donde Marco Polo descubrió el placer de los helados y se encargó de dar a conocer la receta en toda Europa. Incluso alguna teoría atribuye el origen de los polos al apellido de tan insigne divulgador. A partir del siglo XVI se popularizan las técnicas de conservación y un cocinero francés de la corte británica incorpora la leche. Hasta que se descubrieron técnicas de conservación, los helados fueron manjar reservado a los emperadores y a su corte.
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