San Rafael, Mendoza 23 de noviembre de 2024

Amistad desde la prehistoria a la modernidad

Dia del AmigoEs común en estos tiempos, cuando se acerca el 20 de julio, día del “amigo” recibir saludos de cualquier mero conocido deseándote “¡Feliz día!”. Probablemente sea un signo más del poco aprecio o el escaso cultivo del verdadero sentido de lo que es el amor de amistad. Vale entonces la pena leer o releer algunas líneas de Lewis en “Los cuatro amores”.

Vayan también estas letras en tributo a la verdadera amistad, fiel y leal, a pesar de las dificultades. Como decía Cicerón: “En cuanto a la adversidad, difícilmente la soportarías si no tuvieras un amigo que sufriese por ti más que tú mismo”.

“Cuando el tema de que hablamos es la amistad, o el eros, encontramos un auditorio preparado. La importancia y be­lleza de ambos ha sido reiteradamente destacada, y hasta exagerada una y otra vez. (…) Pero muy poca gente moderna piensa que la amistad es un amor de un valor comparable al eros o, simplemente, que sea un amor. (…) A los antiguos, la amistad les parecía el más feliz y más plenamente humano de todos los amores: coronación de la vida y escuela de virtudes. El mundo moderno, en cambio, la ignora. Admite, por supuesto, que además de una esposa y una familia un hombre necesita unos pocos «ami­gos»; pero el tono mismo en que se admite, y el que ese tipo de relación se describa como «amistades» demuestra clara­mente que de lo que se habla tiene muy poco que ver con esa philia que Aristóteles clasificaba entre las virtudes, o esa amicitia sobre la que Cicerón escribió un libro. Se considera algo bastante marginal, no un plato fuerte en el banquete de la vida; un entretenimiento, algo que llena los ratos libres de nuestra vida. ¿Cómo ha podido suceder eso?

La primera y más obvia respuesta es que pocos la valoran, porque son pocos los que la experimentan. Y la posibilidad de que transcurra la vida sin esa experiencia se afinca en el hecho de separar tan radicalmente a la amistad de los otros dos amores (el afecto y la caridad). La amistad es —en un sentido que de ningún modo la rebaja— el menos «natural» de los amores, el menos instintivo, orgánico, biológico, gre­gario y necesario. No tiene ninguna vinculación con nues­tros nervios; no hay en él nada que acelere el pulso o lo haga a uno empalidecer o sonrojarse. Es algo que se da esencial­mente entre individuos: desde el momento en que dos hom­bres son amigos, en cierta medida se han separado del reba­ño. Sin eros ninguno de nosotros habría sido engendrado, y sin afecto ninguno de nosotros hubiera podido ser criado; pero podemos vivir y criar sin la amistad. La especie, bioló­gicamente considerada, no la necesita. A la multitud o el rebaño —la comunidad— hasta puede disgustarles y descon­fiar de ella; los dirigentes muy a menudo sienten de ese modo: los directores y directoras de escuelas, los rectores de comunidades religiosas, los coroneles y capitanes de barco pueden sentirse incómodos cuando ven surgir íntimas y fuertes amistades entre sus súbditos.

Este carácter «no natural», por así llamarlo, de la amistad explica sobradamente por qué fue enaltecida en las épocas antigua y medieval, y que haya llegado a ser algo fútil en la nuestra. El pensamiento más profundo y constante de aque­llos tiempos era ascético y de renunciamiento al mundo. La naturaleza, las emociones y el cuerpo eran temidos como un peligro para nuestras almas, o despreciados como degrada­ciones de nuestra condición humana. Inevitablemente, por tanto, se valoraba más el tipo de amor que parece más inde­pendiente, e incluso más opuesto, de lo meramente natural. El afecto y el eros están demasiado claramente relacionados con nuestro sistema nervioso, y son demasiado obviamente compartidos con los animales. Los sentimos cómo remueven nuestras entrañas y alteran nuestra respiración. Pero en la amistad —en ese mundo luminoso, tranquilo, racional de las relaciones libremente elegidas— uno se aleja de todo eso. De entre todos los amores, ése es el único que parece elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles.

Pero surgió entonces el Romanticismo y «la comedia lacrimógena» y el «retorno a la naturaleza» y la exaltación del sentimiento y, como séquito suyo, todo ese cúmulo de emociones que, aunque fuera a menudo criticado, perdura desde entonces. Por último surgieron la exaltación del ins­tinto y los oscuros dioses de la sangre, cuyos hierofantes suelen ser incapaces de una amistad masculina. Bajo esa nueva consideración, todo lo que antaño se elogiaba en el amor de amistad comenzó a ir en contra suya. No había en él sonrisas llenas de lágrimas, ni finezas, ni ese lenguaje infantil que pudiera complacer a los sentimentales. No esta­ba suficientemente envuelto en sangre y visceralidad para que pudiera atraer a los primarios. Se le veía como un amor flaco y descolorido, como una especie de sustitutivo para vegetarianos de amores más orgánicos.

Otras causas han contribuido a eso. Para quienes —y ahora son mayoría— ven la vida humana como una vida animal más desarrollada y más compleja, todas las formas de comportamiento que no puedan mostrar el certificado de su origen animal y un valor de supervivencia resultan sospecho­sas. Los certificados de amistad no son muy satisfactorios. Una vez más, esa actitud que valora lo colectivo por encima de lo individual necesariamente menosprecia la amistad, que es una relación entre hombres en su nivel máximo de indivi­dualidad. La amistad saca al hombre del colectivo «todos juntos» con tanta fuerza como puede hacerlo la soledad, y aun más peligrosamente, porque los saca de dos en dos o de tres en tres. Ciertas manifestaciones de sentimiento demo­crático le son naturalmente hostiles, porque la amistad es selectiva, es asunto de unos pocos. Decir «éstos son mis amigos» implica decir «ésos no lo son». Por todas estas razones, si alguien cree (como yo lo creo) que la antigua apreciación de la amistad era la correcta, difícilmente escri­birá un capítulo sobre ella sino es para rehabilitarla.

(…) En cierto sentido, nada como la amistad se parece menos a un asunto amoroso. Los enamorados están siempre hablándose de su amor; los amigos, casi nunca de su amistad. Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos van el uno al lado del otro, absortos en algún interés común.

(…) La verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, «Aquí llega uno que aumentará nuestro amor»; por­que en este amor «compartir no es quitar».

(…) En esto la amistad muestra una gloriosa «aproximación por semejanza» al Cielo, donde la misma multitud de los bienaventurados (que ningún hombre puede contar) aumenta el goce que cada uno tiene de Dios; porque al verle cada alma a su manera comunica, sin duda, esa visión suya, única, a todo el resto de los bienaventurados. Por eso dice un autor antiguo que los serafines, en la visión de Isaías, se están gritando «unos a otros» «Santo, Santo, Santo» (Isaías, 6,3). Así, mientras más compartamos el Pan del Cielo entre nosotros, más tendremos de Él.

(…) He dicho que la amistad es el menos biológico de los amores. Tanto el individuo como la comunidad pueden so­brevivir sin ella; pero hay alguna otra cosa, que se confunde a menudo con la amistad, y que la comunidad sí necesita, una cosa que, no siendo amistad, es la matriz de la amistad.

En las primeras comunidades, la cooperación de los va­rones como cazadores o guerreros no era menos necesaria que la tarea de engendrar y criar a los hijos. Una tribu donde no hubiera inclinación por una de esas tareas moriría, con la misma seguridad que la tribu que no tuviera inclinación por la otra tarea. Mucho antes de que la historia comenzara, los hombres nos hemos reunido, sin las mujeres, y hemos hecho cosas; teníamos que hacerlas. Y sentir agrado por hacer lo que es necesario hacer es una característica que tiene valor de supervivencia. No sólo debíamos hacer cosas sino que tenía­mos que hablar de ellas: teníamos que hacer un plan de caza y de batalla. Cuando éstas terminaban, teníamos que hacer un examen post mortem y sacar conclusiones para el futuro; y esto nos gustaba todavía más. Ridiculizábamos o castigá­bamos a los cobardes y a los chapuceros, y elogiábamos a los que se destacaban en las acciones de guerra o de caza.

—   Él tenía que haber sabido que nunca podría acercarse al animal con el viento dándole de ese lado…

—   Es que yo tenía una punta de flecha más ligera; por eso resultó.

—   Lo que yo siempre digo es que…

—   Se lo clavé así, ¿ves? Así como estoy sosteniendo aho­ra esta vara…

Lo que hacíamos era hablar del trabajo. Disfrutábamos mucho de la compañía de unos con otros: nosotros los valientes, nosotros los cazadores, todos unidos por una des­treza compartida, por los peligros y los padecimientos com­partidos, por bromas hechas en confidencia, lejos de las mujeres y de los niños.

El hombre del paleolítico pudo o no haber llevado un garrote al hombro, como un bruto, pero ciertamente era miembro de un club, una especie de club que probablemente formaba parte de su religión, como ese club sagrado de fumadores, donde los salvajes, en Typee de Melville, se reu­nían todas las noches de su vida «maravillosamente a gusto».

¿Y mientras tanto qué hacían las mujeres? No lo sé, cómo podría saberlo yo: soy un hombre, y nunca he espiado los misterios de Bona Dea, la protectora de las mujeres. Segura­mente tenían frecuentes rituales de los que los hombres es­taban excluidos. Cuando, como sucedía a veces, tenían a su cargo la agricultura, adquirirían ciertas habilidades, conse­guirían logros y triunfos comunes, igual que los hombres. Aun con todo, quizá su mundo no fue tan marcadamente femenino como fue masculino el de sus compañeros los hombres. Los niños permanecían con ellas; tal vez los ancia­nos también. Pero sólo hago suposiciones; además, sólo pue­do rastrear la prehistoria de la amistad en la línea masculina.

Este gusto en cooperar, en hablar del trabajo, en el mutuo respeto y entendimiento de los hombres, que diariamente se ven sometidos a una determinada prueba y se observan entre sí, es biológicamente valioso. Usted puede, si quiere, consi­derarlo como un producto del «instinto gregario»; a mí me parece que, considerarlo así, es como dar un largo rodeo para llegar a algo que todos comprendemos hace tiempo mucho mejor que nadie ha comprendido la palabra «instinto»: algo que tiene lugar actualmente en miles de salas de espera, salas de estar, bares y clubes de golf: yo prefiero llamar a eso compañerismo, o «clubismo».

Este compañerismo es, sin embargo, sólo la matriz de la amistad. Con frecuencia se le llama amistad, y mucha gente al hablar de sus «amigos» sólo se refiere a sus compañeros; pero esto no es la amistad en el sentido que yo le doy a la palabra. Al decir eso no tengo la menor intención de menos­preciar la simple relación de club: no menospreciamos la plata cuando la distinguimos del oro.

La amistad surge fuera del mero compañerismo cuando dos o más compañeros descubren que tienen en común al­gunas ideas o intereses o simplemente algunos gustos que los demás no comparten y que hasta ese momento cada uno pensaba que era su propio y único tesoro, o su cruz. La típica expresión para iniciar una amistad puede ser algo así: «¿Cómo, tú también? Yo pensaba ser el único».

Podemos imaginar que entre aquellos primitivos cazado­res y guerreros, algunos individuos —¿uno en un siglo, uno en mil años?— vieron algo que los otros no veían, vieron que el venado era a la vez hermoso y comestible, que la caza era divertida y a la vez necesaria, soñaron que sus dioses quizá fueran no sólo poderosos sino también sagrados. Pero si cada una de esas perspicaces personas muere sin encontrar un alma afín, nada, supongo yo, se sacará de provecho: ni en el arte ni en el deporte ni en la religión nacerá nada nuevo. Cuando dos personas como ésas se descubren una a otra, cuando, aun en medio de enormes dificultades y tartamu­deos semiarticulados, o bien con una rapidez de compren­sión mutua que nos podría asombrar por lo vertiginosa, comparten su visión común, entonces nace la amistad. E, inmediatamente, esas dos personas están juntas en medio de una inmensa soledad.

En nuestro tiempo, la amistad surge de la misma manera. Para nosotros, desde luego, la misma actividad compartida —y, por tanto, el compañerismo que da lugar a la amistad—, no será muchas veces física, como la caza y la guerra; pero puede ser la religión común, estudios comunes, una profe­sión común, e incluso un pasatiempo común. Todos los que compartan esa actividad serán compañeros nuestros; pero uno o dos o tres que comparten algo no serán por eso amigos nuestros. En este tipo de amor —como decía Emerson—, el «¿Me amas?» significa «¿Ves tú la misma verdad que veo yo?». O, por lo menos, «¿Te interesa?» La persona que está de acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por otros, es de gran importancia puede ser amigo nuestro; no es necesario que esté de acuerdo con nosotros en la solución.

Se advertirá que la amistad repite así, en un nivel más individual, y menos necesario desde el punto de vista social, el carácter de compañerismo que fue su matriz. El compa­ñerismo se da entre personas que hacen algo juntas: cazar, estudiar, pintar o lo que sea. Los amigos seguirán haciendo alguna cosa juntos, pero hay algo más interior, menos am­pliamente compartido y menos fácil de definir; seguirán ca­zando, pero una presa inmaterial; seguirán colaborando, sí, pero en cierto trabajo que el mundo no advierte, o no lo advierte todavía; compañeros de camino, pero en un tipo de viaje diferente. De ahí que describamos a los enamorados mirándose cara a cara, y en cambio a los amigos, uno al lado del otro, mirando hacia adelante.

De ahí también que esos patéticos seres que sólo quieren conseguir amigos, nunca podrán conseguir ninguno. La con­dición para tener amigos es querer algo más que amigos: si la sincera respuesta a la pregunta «¿Ves la misma cosa que yo?» fuese «No veo nada, pero la verdad es que no me importa, porque lo que yo quiero es un amigo», no podría nacer ninguna amistad, aunque pueda nacer un afecto; no habría nada «sobre» lo que construir la amistad, y la amistad tiene que construirse sobre algo, aunque sólo sea una afición por el dominó, o por las ratas blancas. Los que no tienen nada no pueden compartir nada, los que no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta.

(…) De ahí, si no me interpretan mal, la exquisita arbitrarie­dad e irresponsabilidad de este amor. No tengo la obligación de ser amigo de nadie, y ningún ser humano en el mundo tiene el deber de serlo mío. No hay exigencias, ni la sombra de necesidad alguna. La amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte, como el universo mismo, porque Dios no necesitaba crear. No tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que le dan valor a la su­pervivencia.

Cuando hablaba de amigos que van uno junto al otro o codo con codo, estaba señalando un contraste necesario en­tre su postura y la de los enamorados, a quienes representa­mos cara a cara; no quiero insistir en esa imagen más allá de ese mero contraste. La búsqueda o perspectiva común que une a los amigos no los absorbe hasta el punto de que se ignoren entre sí o se olviden el uno del otro; al contrario, es el verdadero medio en el que su mutuo amor y conocimiento existen. A nadie conoce uno mejor que a su «compañero»: cada paso del viaje común pone a prueba la calidad de su metal; y las pruebas son pruebas que comprendemos perfec­tamente, porque las experimentamos nosotros mismos. De ahí que al comprobar una y otra vez su autenticidad, florecen nuestra confianza, nuestro respeto y nuestra admiración en forma de un amor de apreciación muy sólido y muy bien informado. Si al principio le hubiéramos prestado más aten­ción a él y menos a ese «entorno» al que gira nuestra amistad, no habríamos podido llegar a conocerle o a amarle tanto. No encontraremos al guerrero, al poeta, al filósofo o al cristiano mirándonos a los ojos como si fuera nuestra amada: será mejor pelear a su lado, leer con él, discutir con él, rezar con él.

En una amistad perfecta, ese amor de apreciación es mu­chas veces tan grande, me parece a mí, y con una base tan firme que cada miembro del círculo, en lo íntimo de su corazón, se siente poca cosa ante todos los demás. A veces se pregunta qué pinta él allí entre los mejores. Tiene suerte, sin mérito alguno, de encontrarse en semejante compañía; especialmente cuando todo el grupo está reunido, y él toma lo mejor, lo más inteligente o lo más divertido que hay en todos los demás. Esas son las sesiones de oro: cuando cuatro o cinco de nosotros, después de un día de duro caminar, llegamos a nuestra posada, cuando nos hemos puesto las zapatillas, y tenemos los pies extendidos hacia el fuego y el vaso al alcance de la mano, cuando el mundo entero, y algo más allá del mundo, se abre a nuestra mente mientras habla­mos, y nadie tiene ninguna querella ni responsabilidad algu­na frente al otro, sino que todos somos libres e iguales, como si nos hubiéramos conocido hace apenas una hora, mientras al mismo tiempo nos envuelve un afecto que ha madurado con los años. La vida, la vida natural, no tiene don mejor que ofrecer. ¿Quién puede decir que lo ha merecido?”[1]

 

[1] Lewis, C.S. Los cuatro amores, Madrid, Rialp, 2012, cap. IV, pp. 69 ss.

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