San Rafael, Mendoza 27 de abril de 2024

Egipto: de la primavera árabe a la contrarrevolución

El nuevo presidente egipcio Abal Fatha al Sisi, ex dictador que derrocó al último presidente electo Morsi y encaró una enorme represión, enfrenta un escenario igualmente delicado.

Entre los polvos de múltiples elecciones en la última semana de mayo, desde las parlamentarias europeas hasta las de la martirizada Ucrania, hubo otro acontecimiento electoral trascendente pero que transcurrió casi solapado y se diría hasta con culpa si eso fuera posible.

Este último 8 de junio asumió la presidencia de Egipto el mariscal de campo Abel Fatha al Sisi, el ex jefe de inteligencia de la dictadura derrocada en los inicios de 2011 durante uno de los más conmovedores procesos republicanos del Norte de África. El militar, a cargo de la jefatura del Ejército y del Consejo Supremo de las FFAA, ganó por un increíble y sorprendente 96,9% de los votos en las elecciones del 26 y el 28 de mayo.

Si, como planteaban sus activistas y dirigentes, lo sucedido en ese país tres años antes en la Primavera Árabe, fue un remedo doméstico de una módica Revolución Francesa, lo que ha ocurrido ahora es la contrarrevolución restauradora. Más precisamente, un gatopardismo que convirtió aquellas ideas transformadoras en un cambio pero para que sólo cambie el empaque.  

Las propias elecciones fueron un decorado montado para que nada falle. Al Sisi se enfrentó como un virtual candidato único contra dos rivales elegidos por el poder, y que ni figuraron prácticamente en un conteo de votos que tuvo una participación magra de 47%. Todo fue montado para cumplir las formas y pasar de la dictadura a una democracia tutelada de regreso a donde el país jamás pudo en verdad salir, la pobreza, la desigualdad y la corrupción.

Egipto en poco más de medio siglo de dictaduras tuvo un sólo periodo democrático, entre junio de 2012 y julio de 2013, con la presidencia de Mohamed Mursi, dirigente de los Hermanos Musulmanes, la organización oportunista que se abrazó en su momento a la dictadura como luego a los revolucionarios. Si los Hermanos llegaron al poder en la cresta de la Primavera de febrero de 2011, fue porque los militares confiaron en ese agrupamiento para coronar el gatopardismo que ahora se ha consolidado.

La misión de ese movimiento y de su figura presidencial, un ingeniero educado en EEUU y ex funcionario de la NASA, era canalizar la energía popular que había logrado semejante cambio y evitar que derrumbara el status quo vigente por más de 5 décadas.

Esto es, que se modificara la forma en que se asignan los recursos en un país donde la mitad de sus casi 90 millones de habitantes viven en la pobreza con apenas dos dólares diarios de ingreso y en el cual las empresas y bancos de las FFAA explican porcentajes de hasta 40% del PBI. No es casual que el ultraislamismo que crece por la región también lo haga en Egipto entre esas masas abandonadas que no fueron a votar y que configuran quizá la principal amenaza que late bajo lo aparente.

Mursi cumplió acabadamente su parte del trato. Pero lo que falló en el armado fue el factor social. La gente rápidamente notó que el gobierno democrático no se apartaba de las viejas líneas del laico Gamal Abdel Nasser, la primera figura potente del largo camino de las dictaduras militares egipcias.

Cuando los jóvenes coroneles a mitad del siglo pasado derrumbaron la monarquía, la población, por fin, creyó que había llegado su momento de mejorar la calidad de vida. Pero el caudillo linchó a dos de los dirigentes sindicales que encabezaron las demandas y marcó los límites con una frase brutal: ustedes no piden, nosotros damos.

Mursi elaboró una Constitución de fragua islámica pero que mantenía los privilegios de las FFAA. Lo era tanto en la prohibición de auditar el presupuesto castrense, como preservar los derechos militares para utilizar incluso la tortura en el control público.

Esos compromisos coronaban la decisión de no modificar la forma en que sucedían las cosas en el país. Pero la población, que venía de una impresionante victoria en las calles, regresó a ellas para recordarle a Mursi porqué estaba donde había sido elevado.

La revolución de la Primavera Árabe en ese y los otros países que se alzaron contra sus dictaduras, se alimentó de una profunda contradicción social. La salida democrática fue el camino elegido para resolver aquel otro conflicto. Se trataba de cruzar desde el despotismo a las instituciones para modificar el cuño opresivo y corrupto vigente. Eso fue tanto en los niveles más bajos en la escala social como entre la clase media y alta, que se sumaron contra un poder que se había reconcentrado descalzando de la distribución a gran parte de esos mismos sectores.

El desencanto contra Mursi creció de modo geométrico además porque, acorralado, el presidente se encerró en su islamismo sacrificando aliados y buscó colocarse encima de la justicia. Antes de que las movilizaciones lo echaran del poder, el mariscal de campo Al Sisi lo derrocó en julio de 2013 y ocupó el lugar de salvador del sueño revolucionario para mantener el control. Lo que vino después fue el sencillo paso de colgar unos días el uniforme, y mediante unas elecciones de resultado garantizado, asumir el lugar y los compromisos que la partidocracia liberal no parecían garantizar a los cuarteles.

La enorme represión que este jefe militar lanzó contra las protestas de los musulmanes pero también sobre la dirigencia sindical se puede leer con las mismas letras de la sanción de Nasser. La intención ha sido quebrar la percepción de poder de cambio en la gente y anticiparse a la oposición que más temprano que tarde también lo encontrarán desde las calles.

Es claro que si Al Sisi no alivia la inequidad en que vive su país, es difícil que obtenga resultados diferentes a los ya vistos. Pero no está ahí para hacer ese cambio. La contrarrevolución egipcia es un fenómeno cuya observación no debería limitarse a ese país. Hay una enseñanza en este juego político que se repite con diferentes maquillajes en otros escenarios.

En naciones que viven en una virtual situación de calle a nivel institucional, la combinación de concentración del ingreso y perpetuación en el poder es una bomba de relojería. Esa amenaza se activa además en momentos que hay una guerra sorda por el control de regiones vastas como el mundo árabe y aún más allá.

Son el campo propicio para los nuevos emergentes fascistas de la época que en esos confines representan el ultraislamismo mercenario. La sangrienta experiencia actual en Irak o Siria es ilustrativa de las consecuencias de haber mirado hacia otro lado, al margen incluso del duelo religioso que aunque se lo pretenda no suele ser la explicación de fondo de estos infiernos. Fuente: Por Marcelo Cantelmi – De la Agencia CC, especial para Los Andes

 

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