En su esperada declaración ante el Tribunal Oral que definió la dilatada causa de los sobornos en el Senado, Mario Pontaquarto comentó en un pasaje el argumento que el entonces jefe del bloque radical le había dado para justificar el cohecho investigado: “Era la primera ley importante de la Alianza y podía pasar lo mismo que con la ley laboral de Alfonsín, que la perdimos en 1984 por un voto del senador neuquino Elías Sapag”.
En efecto, esa fue la génesis del fenomenal escándalo que puso la piedra basal de lo que terminaría siendo la caída del gobierno de Fernando de la Rúa. Hoy está muy lejano en el tiempo, de ahí que llame tanto la atención que recién ahora se esté resolviendo sobre algo que estalló hace trece años, pero conviene recordar que a partir de ese episodio se produjo la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Alvarez, que debe ser tomada como un elemento clave para la debacle de la gestión presidencial aliancista. De hecho, marcó una suerte de ruptura en la alianza gobernante.
Tuvo también efectos en la castigada economía nacional. El riesgo país, que tanta atención concitaba por esos días, experimentó entonces un respingo cuando el líder frepasista dio por concluida su intervención en la investigación de los hechos de la Cámara alta anunciando su renuncia. Hay economistas que aseguran que con la ida del vicepresidente de la Nación, la Argentina perdió 2.000 millones de dólares que migraron ante la incertidumbre planteada entonces.
Pero volvamos al argumento inicial, ese que deslizó Pontaquarto en su declaración en el juicio, respecto de lo mucho que se jugaba el gobierno de De la Rúa con esa ley. Cuando la administración de la Alianza decidió impulsar una reforma de las leyes laborales, sabía que debería lidiar con un Parlamento donde no las tenía todas consigo, y tenía muy presente que corría el riesgo de sufrir el mismo traspié que su correligionario Raúl Alfonsín había experimentado en 1984 con la reforma del sistema sindical. Ese que significó el primer resbalón de la gestión radical iniciada en la reanudación del sistema democrático, sufrido precisamente en el Senado, donde la UCR como siempre estaba en desventaja.
Si tanto había significado esa derrota para Alfonsín, que contaba por entonces con un mayoritario respaldo popular, ni qué decir de lo que podría significar para De la Rúa, cuya menguada relación de fuerzas con los gobernadores de la oposición y su inferioridad en el Senado pusieron siempre en tela de juicio la capacidad de gestión de su administración. De tal manera, se veía exigido a demostrar una capacidad de administración en la que nunca se destacó, en medio de una crisis a la que jamás pudo dominar.
Pasada la instancia de Diputados, donde la Alianza tenía mayoría, en el Senado la relación de fuerzas se invertía. Los senadores del peronismo rápidamente le hicieron sentir al gobierno que no tenían la menor prisa por sacar la ley, lo cual representaba una estrategia en sí misma. De entrada, le habían concedido a la flamante administración aliancista la aprobación de dos leyes, el Presupuesto y el paquete fiscal, así como también la presidencia provisional del Senado. De momento, era todo lo que estaban dispuestos a ceder, y así y todo habían hecho transpirar al Ejecutivo. Para el resto, había que negociar ley por ley, punto por punto.
De eso no tenía dudas el gobierno, que dispuso que del tema se ocupara el ministro de Trabajo, Alberto Flamarique. Hábil negociador, el mendocino era uno de los dos frepasistas que tenía el gabinete de la Alianza, de la que había sido jefe de campaña. Era además el hombre de mayor confianza de Carlos Alvarez, al punto tal de haber sido su operador político, papel que también había cumplido con José Octavio Bordón.
Flamarique trabajó a destajo, asistiendo a todas las reuniones informativas que diagramó la Comisión de Legislación Laboral que presidía el peronista Alberto Tell, y reuniéndose con cada uno de los sectores sindicales, que presionaban fuertemente para la no aprobación de la norma. En ese marco fue que Hugo Moyano, el líder de la CGT disidente, dijo haber escuchado de boca del ministro la palabra “Banelco”. Fue en referencia a los reparos que los sindicalistas de esa central sindical ponían respecto de la Reforma Laboral y a la convicción de que los senadores peronistas no la dejarían pasar.
“A los senadores los arreglo con la Banelco”, fue la frase textual que hizo carrera y que Moyano dice haber escuchado de boca del ministro, escandalizando a varios, aunque sin que el tema cobrara entonces mayor vuelo. Más adelante llegaría el momento en que todo el mundo se pusiera a atar cabos.
Finalmente la ley fue aprobada en el Senado el 11 de mayo de 2000, para beneplácito de un gobierno que veía así desaparecer el fantasma del traspié alfonsinista de 16 años atrás con una ley de similar tenor. Fue lo único que pudo festejar al respecto, porque la legislación que supuestamente venía para bajar el índice de desempleo jamás surtió el menor efecto.
La mecha del escándalo la encendieron unas breves líneas de un artículo dominical escrito por el periodista Joaquín Morales Solá, aunque la versión ya estaba circulando en los pasillos del Congreso. Precisamente un senador justicialista distanciado de la conducción del bloque lo había mencionado ante la prensa como al pasar, en el marco de una serie de críticas, diciendo sin margen de dudas lo que luego aparecería publicado.
Pero la clave fue la referencia periodística, que apenas había ocupado dos párrafos de la columna dominical de Morales Solá publicada en el diario La Nación el 25 de junio de 2000, potenciándose luego a niveles extraordinarios, por cierto muy distintos a los registrados a la hora de su propia edición.
Los senadores justicialistas acababan de darle al gobierno una nueva lección, desnudando la fragilidad del manejo político aliancista, al bocharle el decreto de ajuste con el que esa administración pretendía poner en caja el monumental déficit. En su análisis, Morales Solá definía a los miembros de la bancada peronista como “los únicos dirigentes de ese partido en condiciones de postrar a la administración”, tras haber disparado la primera gran crisis política y económica del gobierno aliancista. De hecho, destacaba que a partir de su actitud, los inversores internacionales seguirían renuentes con “la famélica Argentina”, por lo menos hasta que la Cámara de Diputados dejara sin efecto las resoluciones senatoriales, luego de que los jueces comenzaran a neutralizar el ajuste usando el respaldo político de aquellas decisiones del Senado.
Los párrafos clave de esa nota fueron los siguientes: “Incluso, habrían existido favores personales de envergadura a los senadores peronistas -para sorpresa de algunos-, después de que estos aprobaran la reforma laboral; esas concesiones fueron conversadas y entregadas por dos hombres prominentes del gobierno nacional. La puerta que se abrió es un precedente arriesgado, en el que el intercambio de favores reemplazaría a la política.
“¿Qué línea prevalece? ¿La de aquellos favores a cambio del voto para una ley, o la del vicepresidente Carlos Alvarez, que viene denunciado a los senadores peronistas y a la corporación senatorial por el uso que ésta hizo de los recursos de la Cámara?”.
El escándalo no estalló de inmediato tras la publicación del comentario, lo que más de uno interpretó como la intención de “no hacer olas”. No contaban con la ira del senador Antonio Cafiero, quien le dio verdadero impulso a la denuncia. El veterano legislador quiso hablarlo con el presidente de su bloque, Augusto Alasino, quien en un error del que nunca alcanzará a arrepentirse lo suficiente, lo ignoró olímpicamente. Ante ello, Cafiero aprovechó la sesión del 13 de julio para presentar en el recinto una cuestión de privilegio referida al artículo periodístico en cuestión, que aclaró que no iba contra su autor, sino para investigar su entrelínea. Fue mostrar la soga en la casa del ahorcado; la mayoría del auditorio quedó petrificada y tensa.
La reacción de sus pares no resultó ser la que esperaba, ya que según confesó Cafiero, luego de pronunciar esas palabras que dejaron pasmados a su auditorio percibió el mayor grado de soledad que hubiera experimentado hasta entonces. Arrojada la piedra, Chacho Alvarez fue quien más potenció la difusión del escándalo, pero Cafiero se encargó de recordar siempre que al principio aquel no había actuado de igual manera, ya que el vicepresidente de la Nación también había sido una escala previa a la difusión pública de su inquietud por el tema. Y entonces la había pasado por alto, con un convincente “en eso no me meto”.
“He oído las mismas versiones que escribió Morales Solá, pero no he visto nada”, diría públicamente por esos días Chacho, en lo que no podía tomarse como una desmentida de los rumores, pero tampoco como una genuina intención de involucrarse.
Otro hombre clave en el entramado aliancista, Raúl Alfonsín, lanzaba a partir de eso otra de sus frases célebres, de esas de las que no tardaba en arrepentirse, al asegurar que si se confirmaba lo del soborno, él se alejaba de la política.
Por cierto que los rumores desatados eran festejados en la intimidad por el grupo de tres senadores justicialistas escindido un mes antes del apogeo del escándalo. En el marco de las versiones sobre coimas, el entrerriano Héctor Maya, el puntano Alberto Rodríguez Saá y el santacruceño Alberto Varizat enarbolaban como estandarte haber sido los únicos peronistas que votaron contra la Reforma Laboral, lo que los ponía al margen de sospechas, mientras que desde el entorno de Augusto Alasino los culpaban de alentar las versiones.
En tanto, y para preocupación del jefe del bloque justicialista, los senadores Cafiero y Jorge Villaverde amagaban con la posibilidad de abandonar también la bancada del PJ. Autores ambos de cuestiones de privilegio presentadas ante este hálito de sospechas, los dos bonaerenses se mostraban dispuestos a tomar semejante actitud extrema, ante lo cual Eduardo Duhalde había tenido que disuadir a un Villaverde decidido a renunciar directamente a la banca.
En medio de las denuncias, el Senado Nacional se cocinaba a fuego lento y su destino parecía vergonzosamente emparentado al extinto Concejo Deliberante porteño, desaparecido en medio de los denuestos populares y dejando la peor de las imágenes. La Cámara alta se deshacía en un clima escandaloso, con sospechas que involucraban a propios y extraños, oficialistas y opositores, culpables e inocentes.
Todo esto era matizado en tanto con un anónimo que circuló por esos días en el que se detallaba puntillosamente el trámite de las supuestas coimas, distribuyendo generosamente nombres, actitudes y montos pactados. En el marco de una investigación de esas que difícilmente llevan a buen puerto si no existe un arrepentido, la Justicia se tomó de ese anónimo para llevar adelante una investigación en la que no parecía creer demasiado.
Fue el mismo Chacho Alvarez quien se encargó de dar impulso a lo que sus pares calificaron de “libelo”, al leerlo durante una reunión de Labor Parlamentaria. Más allá de anticipar que no tomaba demasiado en serio el contenido del panfleto, su difusión en ese ámbito virtualmente lo oficializó como denuncia.
La misma había llegado vía fax a las salas de periodistas de ambos cuerpos, dirigidas directamente a periodistas de los principales medios. Una investigación de la SIDE buscó dar con el autor del mismo, determinándose que el fax en cuestión había sido transmitido desde un locutorio del barrio de Constitución. Si bien no podía establecerse quien lo había enviado, los espías determinaron que casi inmediatamente después de enviado, hubo un llamado desde el despacho del senador Cafiero a la sala de periodistas del Senado. Se sospecha que estaba dirigido al cronista de un diario nacional para avisarle que acababan de enviarle el material en cuestión.
Pero las sorpresas no acababan, y cuando nadie daba un peso por la aparición de un arrepentido, surgió una voz que confirmó los hechos desde el anonimato del off the record. Un senador justicialista le contó a la periodista del diario La Nación María Fernanda Villosio cómo habían sido los hechos, sorprendiéndose insólitamente al día siguiente cuando vio publicado sus dichos. Conforme lo que impone la ética, la periodista mantuvo reserva de la fuente, pero horas después de difundida la nota, el justicialismo convocó a una conferencia de prensa en la que el titular del bloque, Augusto Alasino, denunció intenciones golpistas.
“Detrás de este operativo de desprestigio del Senado y de sus integrantes se advierte también el propósito de desestabilizar al Poder Ejecutivo, a través del ataque o menoscabo de la figura del Presidente y de sus colaboradores más cercanos”, dijo, flanqueado por varios de sus lugartenientes, entre ellos el salteño Emilio Cantarero.
¿Qué tenía de especial la presencia de ese nada conocido legislador del Norte? Que por tratarse de un hombre de perfil bajo, su presencia en ese estrado lo vinculaba con la nota de La Nación, sin necesidad de que nadie hubiera mencionado su nombre hasta entonces. Terminó de enterrarse Cantarero cuando al cabo de la reunión de prensa tomó el micrófono y desmintió lo publicado.
Considerándose librada del off the record, la periodista publicó al día siguiente la confirmación del senador salteño como su fuente anónima. Fue palabra contra palabra y si bien no prosperó la querella que el senador entabló contra la periodista, tampoco esos dichos sirvieron para esclarecer la causa de los supuestos sobornos. Eso sucedería años después, con la aparición de Mario Pontaquarto ratificando ese episodio. De hecho, la causa que condujo al juicio se denomina “Cantarero, Emilio Marcelo y otros s/ cohecho”.
Testigo de ese tiempo fue la actual presidenta de la Nación, que tras la caída del gobierno aliancista impulsó la derogación de esa ley. Pero que no integraba la Cámara alta por esos días, sino que era diputada. Sí había formado parte del Senado de la Nación años atrás, siendo “expulsada” del bloque que conducía Alasino en 1997, en una decisión que por entonces la llenó de ira, pero que con el tiempo verificaría cuanto llegó a beneficiarla.
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