San Rafael, Mendoza jueves 25 de abril de 2024

Miedos argentinos: la incertidumbre nuestra de cada día

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Inseguridad, inquietud económica, violencia en las calles, amenazas virtuales, epidemias: una interminable lista de temores parece acechar a una sociedad desconfiada, en la que el espacio público pierde terreno y se debilitan los vínculos

Tenemos miedo a ser asaltados, por supuesto. Pero también a que nos espíen, a la inflación desbordada o a la excesiva carga impositiva. A la violencia en el tránsito o a que choque el tren. Tememos a las comidas no saludables, a las enfermedades raras y a los gérmenes. Tenemos miedo al robo de datos personales, al acoso cibernético y a que nuestros hijos sean víctimas del bullying, las drogas o un nuevo Cromagnon.

Basta un fugaz pantallazo por nuestros miedos más vigentes para encontrarnos con un panorama dinámico y variado, con temores que ganan escalones o los pierden, que son de alguna manera reflejo de una actualidad que se percibe amenazante. Algunos recrean temores más bien ancestrales, como el miedo a morir. Otros son más triviales, pero atados a la memoria, como el temor a que el granizo sorprenda a nuestro auto a cielo abierto, y otros están más ligados a la coyuntura: en los 90, el mayor miedo guardaba relación con el desempleo. Hoy, si bien no perdió vigencia, el miedo a perder el trabajo no encabeza la lista. Permanece eclipsado, junto a tantos otros temores, semioculto detrás de ese inmenso miedo que nos acosa a los argentinos, relacionado con el delito.

Pero el estado de alerta permanente en el que vivimos trasciende la cuestión de la inseguridad. Tememos a las inclemencias climáticas, al avance sin freno de la ciencia o a los controles excesivos del Estado. Hasta cuestiones menores como la pérdida de un teléfono celular puede encarnar una amenaza.

Es cierto que, desde que hizo pie en este mundo, el género humano carga con temores en la mochila. Para la psicología, el miedo funciona en el hombre como un mecanismo de supervivencia. Pero en el reparto de factores que integran nuestra subjetividad, en los últimos tiempos el miedo comenzó a representar un rol más protagónico, atizado por una multiplicidad de factores relativamente nuevos que nos dejan a la defensiva y en un estado de vulnerabilidad permanente.

En el último Monitoreo de la Opinión Pública de la consultora Management & Fit -publicado a fines de diciembre- la inseguridad permanece en la cima de las preocupaciones argentinas, mencionada por el 86,3% de los consultados. Pero más de la mitad de la muestra también mencionó a la inflación (65,2%) y el desempleo (50,2%). Le siguen, en orden de importancia, la corrupción, el acceso a la educación, el acceso a la salud y los conflictos gremiales.

La contracara de la preocupación es el temor, y según el sondeo casi la mitad de los encuestados (49%) cree que el Gobierno no se está ocupando de estos problemas, en tanto que el 34,9% considera que no lo hace debidamente. En definitiva, lo que demuestran estos datos es otro rasgo que propicia la avanzada del temor: la sensación de un Estado ausente, incapaz de dar respuestas adecuadas a nuestras inquietudes.

El filófoso Santiago Kovadloff sostiene que esta propensión al miedo es propia de las sociedades occidentales, tan desencantadas por las contradicciones del capitalismo como por las dificultades de los Estados para hacerles frente. El miedo adquiere así diferentes formas según desde donde se lo experimente. En nuestro país son fuente de incertidumbre tanto las dificultades para la reconstrucción de la vida institucional, como los efectos estragantes de la inflación sobre los salarios o el temor a ver restringidos los canales de expresión ajenos al Estado.

Pero ¿cómo es el proceso por el que algo tan íntimo se transforma en una noción social compartida? La antropóloga mexicana Rossana Reguillo afirma que los miedos son experimentados en forma individual, pero que se construyen socialmente y se comparten a través de la cultura. Que si bien son las personas concretas las que los padecen, detrás de esos temores hay siempre una sociedad que genera no sólo la noción de riesgo o amenaza, sino que también crea ciertos modos de respuesta estandarizada. Sobre todo cuando el Estado se muestra incompetente frente a esa sensación de vulnerabilidad.

A tono con esta afirmación, el psicoanalista Miguel Espeche considera que la avanzada del miedo es propia de sociedades que cuentan con mayores recursos económicos. «En ese tipo de sociedades, el miedo es religión. Y tiene mucho que ver con que lo último que nos falta es ganarle a la incertidumbre y a la inseguridad propias de la vida humana. No poder vencerlas es casi una ofensa al narcisismo humano», opina.

El problema, señala el especialista -también director del programa de salud mental barrial del hospital Pirovano-, es la estrategia en boga para combatir el temor. «El miedo genera ansiedad y, con ella, una irreflexiva voracidad por comprar supuestos reaseguros que nunca son suficientes. El miedo genera consumo. Y también promueve una merma en la vida social cuando, paradójicamente, la soledad es el territorio más fecundo para el miedo», describe.

RODEADOS DE AMENAZAS

El politólogo mexicano Robinson Salazar es otro de los que consideran que las sociedades en las que los vínculos interpersonales son débiles suelen ser presa fácil para el miedo. Salazar lleva más de diez años estudiando los efectos del miedo -pensado como un mecanismo de control social- en las sociedades latinoamericanas. Para su trabajo académico el especialista ha realizado trabajos de campo en algunas localidades argentinas, como Olavarría.

Tras una década de investigaciones, este especialista sostiene que la inseguridad y la contingencia -dos conceptos fuertemente instalados tanto en la vida cotidiana como en nuestra subjetividad- nos abruman con riesgos permanentes, súbitos e inesperados.

«Vivimos rodeados de miedos a los virus informáticos, a la debilidad del disco duro que podría poner en riesgo de nuestro trabajo; no estamos seguros de poder encontrar un empleo mejor al que tenemos, vemos al otro como potencial agresor, y tenemos miedo a las enfermedades emergentes, a las inundaciones, los fríos álgidos, los desastres naturales, el desabastecimiento de agua, los secuestros o los accidentes automovilísticos -enumera-. Todo este caudal provoca un estado de ánimo por el cual nos sentimos en una situación de vulnerabilidad completa, con miedo permanente y acosados por factores invisibles.»

Y así salimos al mundo e interactuamos con los otros. Somos ciudadanos, jefes, empleados, hijos, padres. ¿De qué manera esta distorsión del ánimo nos afecta en cada uno de nuestros roles cotidianos?

«En la Argentina hay muchos lugares en donde el miedo se refugia y hace del ciudadano que lo sufre una persona indiferente, indolente y poco dialogante. La vulnerabilidad absoluta lleva a que busques un refugio, contrates seguros, habites en barrios cerrados e instales dispositivos electrónicos en los accesos», continúa Salazar, quien ha trabajado en nuestro país con especialistas de universidades de Tucumán, La Plata, Rosario y de la UBA.

«Hemos descubierto miedos fabricados desde la televisión, miedos introducidos desde esferas gubernamentales, desde sectores conservadores, militares y hasta miedos invocadores del regreso de la mano dura de las dictaduras», concluye.

COMBATIR EL TEMOR

El último libro de Espeche se llama Criar sin miedo , una respuesta a obsesiones comunes y muy actuales de muchos padres. «Es frecuente -asegura- ver padres tan obsesionados con el afuera, con el peligro de las malas compañías que podrían acechar a los hijos, que pierden de vista los recursos con los que cuentan ellos para hacer frente a los peligros, que no son otros que los que les impartimos a través de la crianza.» Y eso es lo que pasa con el miedo en general: «Se tiende a simplificar las cosas, a dividir el mundo entre los buenos y los malos, y a dejar de ver las herramientas con que contamos para enfrentar el temor, en lugar de encerrarnos y permitir que la sobredosis televisiva de malas noticias y el bombardeo mediático que suele actuar como una caja de resonancia de los miedos se convierta prácticamente en nuestra única ventana al mundo».

Para romper con esta sensación, justamente, a fines de diciembre pasado el fundador de la Red Solidaria, Juan Carr, convocó a lo que llamó un «veredazo»: un encuentro nocturno de vecinos de Vicente López en la vereda de sus casas que llamaba a recuperar esa costumbre de antaño. «El origen de esta propuesta es el hecho de sentir que cada vez nos encerramos más, por nuestro temor creciente a la violencia y a los robos repetidos», sostuvo Carr.

Con frecuencia suele escucharse que el miedo y la creciente sensación de vulnerabilidad son propios de las clases medias y altas de las sociedades urbanas. Pero el miedo no hace distinción de clases. También hace mella en los sectores populares, allí donde se cuenta con menos recursos para enfrentarlos o escaparles.

«La gente de clase media o alta que sufre un robo, suele contar con recursos suficientes para mudarse si así lo decide. Pero en los sectores populares hay muchas menos posibilidades de huir del lugar contradictorio en el que se vive.» La que habla es María Carman, doctora en antropología e investigadora del Conicet.

Autora del libro Las trampas de la naturaleza , Carman posee mucho trabajo de campo realizado en villas y barrios carenciados. En una investigación suya, titulada «Usinas de miedo y esquizopolíticas en Buenos Aires» analiza justamente algunos de los miedos más vigentes en estos sitios. «Es frecuente escuchar que las villas son generadoras de personas que despiertan miedo en otros. Pero asumir esos enclaves como ´usinas’ de miedo es desconocer las complejas situaciones que se articulan para generar violencia, inseguridad y desigualdad. En cualquier caso, ahí también se cuela el miedo. No sólo a los vecinos violentos. Allí, el principal miedo tiene que ver con la contradictoria relación que se da con las dos caras del Estado: la asistencial y la penal».

Los expertos suelen mirar con desconfianza a buena parte de las estrategias regularmente empleadas para enfrentar nuestros miedos: la expansión de urbanizaciones cerradas, la compra de armas o la localización y tipificación de ciertos sectores o personas supuestamente generadores de miedo.

A cambio, algunos sugieren no perder de vista los recursos con los que contamos para hacer frente al miedo: los afectos, la inteligencia, la inventiva y hasta la prudencia, por mencionar algunos. También recomiendan la urgente recuperación del espacio público, no sólo como una estrategia válida para ahuyentar el delito, sino también -y sobre todo- como un eficaz tónico revitalizador de las relaciones sociales. Las amenazas pierden poder cuando crece el espacio compartido.

Por Lorena Oliva  | LA NACION

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